Oí una vez el estruendo de la caída libre de un ave cazando en el mar.

Un sonido pulcro, vivo, hiperventilado y rapaz. Lleno de necesidades. Atónito en el campo visual del aire que la rodeaba. Inverosímil e invisible al ojo ciego.

Totalmente opuesto al nado divangante de los peces. Ese que sacude el cuerpo como un escalofrío en una noche helada y colmada de fiebre. Llena de duda, llena de imágenes, llena de tú.

Un nerviosismo incesante, permanente y recordado se dibuja en los ojos de las presas que salen de su habitat desmesurado e infinito, desconociendo el mordisco brutal que les quitó el aliento salino.

Plumas revolotean sobre el desierto humedal de olas crespas que no logran llegar a la costa en su forma original. Destruidas por la fuerza del viento voraz que se mide en el horizonte creciente de una tarde otoñal.

Estoy parado en el punto medio de una masacre naval. En el muelle de una esperanza de calmar el recelo y las diferencias entre mi actitud y mi personalidad.

El humo sale de mi boca mientras mantengo el silencio sepulcral.

Son muchas las gaviotas que viven en esta ciudad.