A Lucía siempre le dolieron los kilómetros, desde pequeña, se le habían clavado como estacas en la ingle, fabricándole hoyos profundos en la carne.
A los diecisiete decidió escapar tras ellos y corrió, corrió muy lejos, todo cuanto pudo y cuanto quiso, sin remordimientos, pateó el tablero de un matriarcado incoherente y un pueblo misógino que le hacía doler la panza. Las quejas de los otros se las acomodó en la espalda y tajante mandó a la mierda a cualquiera que se atreviera a cuestionarla, ya le habían lacerado y manoseado demasiado los muslos como para obligarla a claudicar...
A los veinticinco, acurrucada en el auto-exilio, lloraba sobre el piso alfombrado de su habitación.
Nadie aprende en cabeza ajena - pensaba. Sintiéndose sola, lejana, desarmada por sus convicciones, por sus constantes fracasos, sus asfixiantes «por qué»... Y frente al inminente derrumbe, frente a los nuevos kilómetros que se la comían por partes y que no la dejaban retroceder, le puso cuernos a su marido, sin ninguna pena y en lencería barata. Desordenó, por puro placer, un par de meses, las sábanas grises de Manuel, un tipo del barrio Brasil que con sus ojos negros y su piel morena la conquistaba en una mesita del Baires y la tumbaba sostenidamente sobre la alfombra del living de tonos naranja, de su monotemático departamento de soltero, con los Rolling Stones de fondo.
Lucía necesitaba sentirse viva de algún modo, pero guardando las apariencias, ante la aplastante mole que yacía sobre ella y que la golpeaba una vez por mes...
- ¡Se lo merece! - justificaba mirándose en el espejo retrovisor del taxi que, a las 4:00 am, la devolvía por avenida Matta a su infierno personalizado, menos señora y más hembra.
A los veintisiete, después del sometimiento y la alevosía, su confianza y su esperanza ya no cabían en los bolsillos rotos de su viejo pantalón azul, el favorito, ese que llevaba feliz cuando aspiraba la libertad y la paz de sus mañanas universitarias en San Marcos, donde sus pasos orgullosos recitaban con pasión versos de Berenguer y entre hojas sueltas, María Emilia y Gramsci hacían el amor en medio de arengas y asambleas estudiantiles.
A principios de los veintiocho, decidió jugar a creerse las mentiras, a multiplicarlas con el equinoccio mientras jugaba juegos prohibidos con Quetzalcóatl. Y se vistió con su vestido rojo deshumanizador y entregó sus hombros desnudos, para que se los mordiera, al hombre esquirla.
Y ese mismo año conoció a Alex, pero no se dio ni cuenta - tal vez ninguno de los dos se dio cuenta - y empezó a desnudarse frente a él sin pretensiones y se quitó una por una las capas, que aún dolían, sin ese temor paralizante que caminaba detrás y delante de ella mientras hacía sus maletas para reandar los kilómetros que se había escapado, en busca de su centro, de su acento, de su esencia.
Y Alex atravesó sus murallas justo antes de que Lucía abandonara Santiago y su verano hostigante, justo después de que, fumando un lucky strike, le dijera adiós para siempre, al hombre esquirla.
- Ya queda menos, ¿estás nerviosa? - preguntó Alex encogiendo los hombros, del otro lado del teléfono, sin abandonar la imagen de sus ojos rasgados, perdidos en la costa, oscura, serena.
- Otra vez nos vamos a quedar debiendo los abrazos - respondió Lucía apretando entre los labios la distancia entre Iquique y Santiago...
Y así los veintinueve llegaron, y sus pantalones estaban tan desteñidos como su vida, que aún se niega a
«que el amor el simple
Y a las cosas simples,
Las devora el tiempo.»
Los veintinueve llegaron con Alex, que le sembró risas en las yemas de los dedos y que le sirve dos «te quiero» todos los días, casi a las nueve de la mañana...
Pero Alex, también tiene kilómetros amarrados en los tobillos...
... y a veces duelen...
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