Hace algunos días, he terminado la lectura de “Kafka en la orilla”, de Haruki Murakami. No es fácil describir el cúmulo de sensaciones, ideas y sentimientos que la trama y los personajes, han provocado en mí. Dicha trama se divide en dos historias principales: por una parte las tribulaciones y desventuras de Kafka Tamura, un joven de quince años que anhela escaparse de casa y ser independiente; que no sabe lo que quiere hacer de su vida; que no logra discernir si hace lo correcto o no; que odia al padre, añora la presencia de la madre que lo ha abandonado y de la hermana que se ha ido con ella. Por otro lado, están los hechos acaecidos a un grupo de niños entre ocho y nueve años, en lo alto de una colina; recogiendo hongos silvestres se desmayan y permanecen así varias horas, ante la angustia de la maestra que los ha llevado de paseo y que corre a avisar a la escuela de lo sucedido a los pequeños; todos despiertan tiempo después, excepto uno, Satoru Nakata, que permanece desmayado por más de 3 semanas y, quien al despertar, habrá perdido la memoria y la capacidad para leer y escribir, quedando como una página en blanco, que desarrollará sin saberlo, la habilidad para hablar con los gatos.
Esto es solamente el inicio de este par de historias convergentes, que como un gran puzzle van mostrándonos poco a poco detalles de unión entre ellas, que las llevarán a unirse hacia el final, para darnos la clave de este largo relato.
Hay varios personajes que van apareciendo y resultan vitales para desenredar el nudo de lo narrado: Óshima, un homosexual, dependiente de una biblioteca fascinante; la señora Saeki, una mujer triste, muy especial, capaz de despertar a sus cincuenta años el amor del jovencito Kafka; Hoshino, un conductor de tráiler, que no duda en abandonar su trabajo y seguir en sus aparentes locuras, al viejo Nakata; finalmente, Kafka y el propio Nakata, quienes en la búsqueda y cumplimiento de su respectivo destino, van dejando por todas partes, pedazos de su vida y de su corazón.
Las lecciones de vida, aparecen a cada momento entre las páginas del libro, mordiendo, avisando, enseñando, doliendo, como pequeñas serpientes venenosas que están ahí, agazapadas, para atacar en cualquier momento al despistado o incluso al más avispado lector.
¿Dónde termina la realidad cotidiana y comienza la realidad de la fantasía? En esta historia, la frontera entre ambas es muy fina o se diluye completamente, para mezclar ambas en un solo plano mágico, misterioso, que Murakami nos hace recorrer despacito y tomados de la mano de Kafka y Nakata, para mostrarnos una maravillosa realidad única, real-fantástica, la podríamos llamar.
Kafka se hace el fuerte; pero a los quince años tiene tantas dudas, tantos deseos, tantos temores, que sólo gracias a la gente que se cruza en su camino, logra entrever, un poco de claridad, en lo que hará de su vida.
A Nakata, le ha tocado “bailar con la más fea”. Ha sido relegado del mundo y de su familia, como un retrasado mental; ni siquiera el don de hablar con los gatos o el equilibrio simplista de sus razonamientos, logran quitar el dolor que su historia nos produce.
De Murakami he leído “Tokio blues”, “Los años de peregrinación del chico sin color”, “Después del terremoto” y la novela que ha originado este comentario. No puedo asegurar que Haruki sea el mejor escritor vivo, de Japón; pero creo que se le acerca mucho.
Termino esta nota, mirando los ojos del gato de la portada del libro, terriblemente fijos en los míos. Y de repente, pienso en otros ojos que me han llenado de ternura.
“Este era un gato, con sus pies de trapo y sus ojos al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?...”
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