Cuando llegamos a la esquina, Marcos y yo vimos el cartel. “¡Prueba de actores para la futura comedia musical de Pepe Rocha!”. Días antes, habíamos ido a tomar mate a la casa de Argelia Chávez y ella nos había comentado acerca de esa prueba. A nosotros nos pareció tentador, pero los dos pensamos que la cantidad de gente que se presentaría —no por el deseo de actuar, sino más bien por la posibilidad de tener un trabajo— nos haría encontrar largas colas de hombres y mujeres esperando y soñando con ser seleccionados. Eran tiempos de gran desocupación. En el país se habían implementado las recetas económicas del Fondo Monetario Internacional y habíamos logrado desprendernos de todas las empresas del Estado que, al decir de los economistas de turno, sólo sirven para mantener vagos a costa del erario público.
No nos habíamos equivocado. Estaba lleno de gente mirando el cartel. Además, algunas personas trataban de poner algo de orden y se esforzaban en persuadir a los otros para que aceptaran esperar formando una fila por orden de llegada. También comprobamos que muchos se resistían a alinearse y pugnaban por ocupar el primer lugar. Nos encontramos con Kafka y eso nos alegró. Siempre nos ponía de buen humor cuándo lo veíamos. Tenía una forma de ver la vida tan positiva y una manera de contagiarnos su estado de ánimo que hacía que termináramos agradeciéndole que fuera nuestro amigo.
Como era habitual en él, nos alentó a someternos a la prueba. Nos convenció de que no perderíamos nada con hacerlo. Lo peor que nos podía suceder era ínfimo comparado con el hecho de no tener ni un centavo en el bolsillo por meses y meses. Teniendo que esperar que alguien nos recomendara alguna ONG donde ir a comer a cambio de la promesa de ir a colaborar en la preparación de la comida, o en la búsqueda de alimentos que los pequeños comerciantes de los barrios entregaban diariamente para esos comedores.
—Si son rechazados —decía Kafka—, sólo les quedará la sensación de estar marginados, de palpar una vez más en forma explícita la pesada verdad de vuestras existencias gratuitas.
Recordamos que en el Canal de Televisión del Estado se hacía propaganda para reafirmar lo que decía el cartel. Aparecía Pepe Rocha hablando de que nunca se había defraudado a nadie cuando él se propuso hacer una obra. Las pruebas eran transparentes y no había forma de entrar sin que se aprobara auténticamente a los aspirantes. Con un poco de autoestima que habíamos logrado infundirnos mutuamente alcanzó para decidirnos a presentarnos. Ambos pensamos que tendríamos que ser muy torpes si no lográbamos un lugar en la obra.
La puerta de la oficina ante la cual estábamos parados seguía cerrada y pudimos encontrar un lugar en la fila cuando los que esperaban aceptaron la propuesta de alinearnos. Rápidamente, Marcos me tomó de la mano y nos ubicamos antes de que la fila concluyera de formarse. Fuimos nosotros mismos —los que esperábamos— quienes construimos la forma de esperar. La fila fue creciendo y pronto llegó a la otra esquina. Desde ahí siguió creciendo después de haber dibujado un ángulo de 90 grados y recorrer la cuadra perpendicular a la primera. Nosotros perdimos de vista la continuación de la fila. Fue porque de pronto descubrimos a algunos amigos que hacía mucho que no veíamos. Allí estaban Gladys, Viviana y Pablo. Todavía no se habían visto entre ellos pero pronto lo harían y también nos verían a nosotros. No podíamos acercarnos porque corríamos el peligro de quedar fuera de la fila que a esa altura presentaba un aspecto compacto, sin grietas. Así que tuvimos que conformarnos con saludarnos de lejos aunque hubiéramos querido ir a un bar y tomarnos un cafecito caliente con crema o cortado y además unos tostaditos que de sólo imaginarlos se nos hacía agua la boca.
La mano de Marcos se iba enfriando y me di cuenta de que la mía también. No alcanzaba el calor que nos habíamos transmitido cuando decidimos quedarnos allí.
Pasados los primeros minutos, divisamos una pequeña familia formada por el padre, la madre y dos adolescentes. Nos preguntábamos si los adultos estarían allí para acompañar a sus dos hijos o porque tenían intención de postularse también ellos dos.
Mientras estábamos tratando de adivinar quién o quiénes de todos los que estaban presentes quedarían, notamos que ya había pasado medio día y estábamos transitando las horas de la siesta. Alguien se puso a cantar acompañado por la guitarra que llevaba un pelirrojo. Una joven no muy delgada comenzó a bailar sola, pero rápidamente fue imitada por un grupo de cinco personas: una pareja de ancianos, otra de unos cuarenta o cuarenta y cinco años y una niñita. Parecía que entre ellos había una estrecha relación porque no vacilaban en tomarse de las manos y saltar mientras la rueda que habían formado daba vueltas y más vueltas, primero en una dirección y luego en la contraria. Batían palmas y se abrazaban con afecto mientras reían felices.
Cuando quise acordarme de por qué estábamos ahí, noté que eran las cinco de la tarde. Marcos tenía el rostro pálido y cansado. Durante todo el tiempo había estado fumando a pesar de las protestas de muchos de los que estaban en la fila: ¡que no se podía respirar; que alguien sufría de asma y el humo le hacía mucho daño! Marcos optaba por alejarse unos pasos hasta terminar cada cigarrillo y luego volvía a mi lado.
Para distraernos entre nosotros dos le comenté a Marcos qué pensaba hacer con lo que ganáramos en esa obra. Me respondió que era para aguantar unos cuantos días más sin tener que ir a los comedores públicos porque eso lo hacía sentir muy mal. Comprendí que con la poca edad —en realidad ¿era poca?— que teníamos no era para sentirnos orgullosos tener que depender de la caridad. Tanto su familia como la mía, si bien habían sido gente muy pobre, siempre se ganaron su sustento y el de sus hijos. En cambio nosotros, ni habíamos querido tener hijos porque dudábamos de poder mantenerlos y educarlos. Éramos tantos los que andábamos dando vueltas por la calle, buscando algún trabajito por hora que nos sacara del paso por un día al menos... Además de la penosa sensación de andar buscando trabajo, estaba el tema del clima: el calor extremo o el frío podían llegar a ser un plus de tortura meteorológica. La lluvia y la neblina llegaban a constituir un bello reflejo del estado del alma cuando los días eran grises o cuando no se podía huir de la tempestad o de los humildes chaparrones. El clima se empeñaba en estar presente en nuestros pensamientos cada despertar de cada día.
Ya cuando creíamos que nada iba a pasar y que todo había sido un mal entendido, llegó un coche y estacionó frente a la puerta de la oficina. Bajó un hombre de unos 45 o 50 años y una mujer detrás con un bibliorato y un portafolio. El hombre abrió en forma decidida la puerta después de habernos hecho una breve inclinación de cabeza a modo de saludo vago. La joven entró y a los pocos minutos volvió a salir para decirnos que sólo podía atender una hora, a lo sumo dos, pero que no nos preocupáramos porque al día siguiente empezarían la prueba a primera hora de la mañana. Esta noticia corrió a lo largo de toda la fila, como un viento entre los árboles. A su paso, las personas que estaban desde muy temprano esperando se iban poniendo de muy mal humor.
Algunos empezaron a vociferar contra todo el mundo y en especial contra aquellos que no vacilaban en burlarse de la gente. Otros, mansamente comenzaron a despedirse asegurando que al día siguiente vendrían temprano para ocupar un lugar más cercano a la puerta de la oficina. No faltaron los que se despedían pero sin ánimos de presentarse nuevamente. Nosotros no sabíamos qué hacer, nos miramos sin hablarnos para ver cada uno en el rostro de la otra persona, alguna señal que indicara qué haría y así poder asentir sin haberse comprometido... Pero esa actitud no sirvió porque tanto Marcos como yo estábamos agotados, con el cuerpo dolorido, con hambre y también frío.
Sin decir palabra, cada uno empezó a caminar sin mirar al otro. Pronto me di cuenta de que estaba sola, que ya Marcos se había perdido en el montón de gente que se dispersaba con gestos de ira. No quise esperar para ver si Marcos me alcanzaba, aunque me di vuelta varias veces pero, al no divisarlo ni cerca ni lejos, seguí caminando con paso cada vez más rápido. |