Y mi hija mayor se enamoro del bailarín de salsa. El era morocho, sinuoso flaco.
Ella es alta, distinguida, con garbo le digo, y ella me pregunta qué es eso.
Nosotras éramos habitúes del club Vicente López, en el pueblo cercano, donde se bailaba salsa. Es un ritmo muy popular.
El bailarín enseguida la miro a Marta, no de reojo ni de perfil, de frente march.
Y le enseño a bailar.
A los dos meses estaban recorriendo lugares y se presentaban en shows artísticos, en festivales, en fiestas de cumpleaños.
Su atuendo más discreto fue un palazo rojo de lycra, y un top del mismo color. Sus hermanos la miraban de arriba abajo y le decían, y así vas a salir…
A él le faltaban algunos dientes, pero eso no impidió, que Marta se enamorara de la forma de su bailar, de su ritmo y su cadencia.
Paso el tiempo y fuimos a Mendoza, su lugar de nacimiento a ver a su madre. Marta, una amiga de ella, Valeria, el danzarín y yo.
Nos alojamos en la casa de Dolores, y Dolores al ver a mi hija, en su altura y belleza, no podía creer lo que sus ojos estaban mirando.
Ahora me encuentro en la coyuntura, de contarles que él le llevaba dieciocho años de edad.
Volvimos de Guaymallén Mendoza, muy contentos con los paisajes, hasta que el bailarín desapareció por dos meses
Marta lloraba por teléfono, y le preguntaba el motivo de su repentina desaparición. Ya verás es una sorpresa, le decía él.
Ella estaba enamorada, y el amor es ciego mudo y sordo.
A los dos meses regreso, con regalos de Mendoza, y al hablar, nos dimos cuenta que había algo diferente en el. Su voz, sus mejillas no estaban tan hundidas. Su porte había mejorado. Se sentaron en la cocina. Yo deambulaba de aquí para allá con la vajilla.
Y cuando lo vi, no salí de mi asombro, en su boca todos los dientes blancos brillaban en una hermosa sonrisa cautivadora.
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