Manuel no había dormido en su casa aquella noche. Algo, desde hacía mucho tiempo, lo tenía a mal traer. Se debatía entre su corazón y los deseos por partir al frente de batalla donde un pueblo levantaba estandartes de una lucha postergada de siglos; y ahora, atizada por hombres cansados de servir a patrones y reyes.
Él habría querido que sucediera un milagro y quedarse allí en los brazos de Milagro, sin sentir la culpa de la cobardía. En las afueras del pueblo, en una vieja casa prestada por amigos, había pasado la última noche en compañía de ella. Milagro era hija de campesinos conchabados en las tierras de don Eleuterio Sánchez, amo de la hacienda más grande de Toledo y sus lares, señor de alcurnia y amigo de la realeza quienes eran dueño de todo, hasta de la vida de los pobres campesinos y de las mujeres e hijas.
Manuel provenía de una familia de aceituneros, con historia de árabes y guerras; nada tenía en este mundo que no fuera su orgullo y valentía: sus cabras, sus corrales, sus canastos de mimbre y una casita de piedra colgada a las faldas de los cerros mirando el valle, en la Comarca de Zagra, Ayuntamiento de Olías del Rey, comunidad de Castilla La Mancha.
El amor entre los dos jóvenes había crecido desde hacía tiempo, allá por un primer fin de semana de octubre, fiestas patronales en honor a Nuestra Señora del Rosario, donde se emborrachaban, bailaban y reían por tres días.
Hoy, ya mozo y más hombre, alentaba la esperanza de hacerla su mujer. Los dos sabían que no era el mejor tiempo. No había nadie en la aldea que no supiera lo que sucedía en Madrid. El gobierno de la Segunda República, constituido desde las urnas tras el pacto de San Sebastián entre comunistas, socialistas y anarcos, resistía los embates de los rebeldes que de Marruecos llegaron trayéndonos a los moros.
En toda España, las noticias de alzamientos de campesinos y obreros fermentaban en el ánimo de los pobres de España que veían en este insipiente levantamiento, la cura de sus males; males y penas heredadas desde siempre. Manuel, sabedor de aquello, se debatía entre la paz y la obligación de estar entre los suyos. Le hervía la sangre, enrojecidos los ojos de rabia veía pasar a los milicianos que venían de Vargas y Cabañas de Zagra.
Habló con su padre aquella mañana comunicándole: "padre me voy pal’ frente, para las líneas de fuego, a unirme a las filas republicanas”, él con otros amigos lo habían decidido. Pensó el padre en persuadirlo, pero luego calló dejando al hijo lidiar con sus sueños de libertad.
Desde Olías partieron aquella mañana camino abajo. Por las calles empedradas descendieron hasta el valle. Cantaban al viento viejas coplas de pueblo y guerras: "Anda jaleo, jaleo, anda jaleo que ya suenan las ametralladoras y comienza el tiroteo; honda jaleo suenan las ametralladoras y Franco se va de paseo y Franco se va de paseo"
Su destino no estaba lejos. Por camino de soles y piedra llegaron a Toledo donde tuvieron su bautismo de fuego. El objetivo era sacar parte de los rebeldes y familiares del Bando Nacional de entre las murallas de piedra donde se fortificaron al resguardo del Alcázar. Tres días duró la resistencia. Al final cedieron, y el ejército del gobierno tomaba un sitio sin importancia estratégica que le costaría hombres y tiempo. Franco avanzaba a Madrid, desde Andalucía y Extremadura, por las laderas Cantábricas.
Después del combate en una pausa al horror, Manuel podría escribir la primera carta para Milagro.
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Querida Milagro, ya estoy en las filas, esperando ordenes desespero por verte, quiero contarte que me han dado un fusil, un morral con municiones y un trozo de pan y dos rebanadas de tocino, es todo con cuanto contamos, pero tenemos esperanza de que llegaran las armas.
Querida mía, mujer de mis desvelos, rendido, con las manos aun temblorosas, con un olor a pólvora que oscurecen de negro mis ojos, hago un tiempo entre tanta fatiga para enviarte todo mi amor.
Mañana, querida mía, nos enviaran a detener el avance nacionalista que viene por Madrid. Lo juro, mi amor, por ti y por esta España que tanta sangre nos cuesta, que de allí “no pasarán”. Cumplida esta última orden, prometo encontrarme contigo en estas frágiles palabras en que se sostiene mi alma desvelada y sola. Soñando contigo se despide este miliciano, aceitunero y pobre que por ti y España muere.
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Se esperaban órdenes de Madrid. Mientras se preparaban para el primer disparo, el general Enrique Lister se puso al frente de la defensa. Al día siguiente, Manuel ya era parte de la XI división. Columna de avanzada camino a Valdemorillo, tras horas de combate habían rodeado a Brunete, su primer objetivo. El día 6 de julio, los republicanos ocuparon Villanueva de la Cañada. Aunque Quijorna, Villanueva del Pardillo y Villafranca del Castillo continuaron resistiendo los ataques, la XV Brigada Internacional, formada por británicos y estadounidenses, no daban tregua al enemigo. El ejército republicano cede terreno y permanece en Brunete, luego, engrosarían las columnas que marcharían a Madrid para una desesperada defensa, antes de que todo se perdiera.
Franco, sin piedad, avanza y a su paso queda la sangre tiñendo la tierra borracha de muerte.
Desde allí, Manuel, después, de una larga espera y sacrificadas guardias, puede escribir su segunda carta a Milagro.
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Mujer de mis sueños, con los ojos en lágrimas por llorar tu ausencia, quiero contarte. No entristezca, solo contigo puedo dejar este dolor por el cual sufro lejos de ti.
La contienda ha sido dura, aun me arden los ojos de destellos y fuego, tengo las manos partidas de astillas y frio. He conocido con dolor la cara más atroz de la muerte y he visto con lástima llorar a los hombres rogando a Dios poder regresar.
No temas, mi amor, hoy soy más fuerte que mañana, nada podrá separarnos. La lucha será ardua y quizás muy larga. La meta es España libre de amos y señoritos. Una nueva casta de pueblo tiene que renacer de esta lucha, dejaremos la sangre en cada páramo. En Reseño de La Roza de Madrid, pueblo desolado, hombres viejos, mujeres y niños han partido a las sierra, a las cuevas de Hoyo de Manzanares. Con amor, te envío mi corazón. Tómalo en tus manos, siéntelo latir y mantenlo vivo hasta mi regreso. Manuel.
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En los días siguientes al combate, se esperan pertrechos y más hombres. Abastecidos, partirán camino a Madrid. En la capital tienen que sortear los flancos Nacionalistas, llegados por el este hasta las puertas de Madrid. En la ciudad universitaria, Franco se hace fuerte; y en el Río Manzanares establece sus primeras filas.
La noche llegó después de un largo y penoso andar. Los botines resecos, jirones de suelas encarnando los dedos habían hecho mella en los pies de Manuel. Cansado, se tiró en una improvisada trinchera. Los cuerpos rendidos se entregaron al merecido descanso de la penosa marcha. Nerviosos y alertas despabilaban confundidos al primer estallido, ocultando en el silencio la humana cobardía de resistirse a la muerte. A luz de pálidas y mortecinas velas, Manuel escribe con pena, penas que oculta entre sus ganas de saberla calma esperando un postergado encuentro, fatal regreso atado a grillos y a cadenas de la guerra.
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Amada Milagro, mujer, miliciana y guerrillera de mi alma, en la eterna espera te debates anárquica y sublevada, resistiendo, sabedora de imposibles. Vela por mi sueño. ¡Qué mañana despierte y el sol ilumine nuestro camino! Es hoy un día de gloria para nuestros soldados. Llega desde Aragón, donde gesta y promulga una revolución, Durruti con su XV división, con sus internacionales. Con 1500 hombres de sus 6000 milicianos para hacerse cargo de la defensa de Madrid.
Llegan maltrechos de caminos y fuego, saturados de sueños y luchas. Pintan en sus ojos la luz de España y en sus hombros se enaltece de gloria su lucha. Tenaces, nunca vencidos, arrastran el cruel precio de alguna derrota, esperando mejores tiempos, dejando atrás a Bujaraloz, Zaragoza, donde tiene su cuartel.
Una lágrima empeñada de alegría destella en devaluado cristal a mis ojos, que se atreven a brillar a pesar de tanto dolor. Poetas y cantores alentaron las tropas, Miguel no dejó su poema, desde lo alto de un pedestal de piedra, bravo y elocuente, con su humildad de pastor, prediciendo su muerte nos decía: “Adiós, hermanos, camaradas y amigos. Despedidme del sol y del trigo”
Hoy, mi entrañable amada, he anchado mi pecho; y en mi sangre caliente, como si fuera tinta de mi alma, guardaré este día en que he conocido a la Pasionaria. Pequeñita y frágil, uñas de fusil, puñales en su voz, canasta de fuerte mimbre su vientre de madre en donde guarda de la muerte a sus amados milicianos. Ella, entre otras cosas, nos arengó por la libertad y la dignidad, con vehemencia y con las manos apretadas, sosteniendo su pecho inundado de honor, nos decía.
-Por nuestros hijos y para que la tierra que trabajamos sea de quienes la trabajan, que el yugo y el esfuerzo no sea de nadie, solo nuestro, por la dignidad de cada hombre y por el respeto a nuestras mujeres estamos dispuestos a morir. ¡Viva España!
Luego, nos invitaba a cantar.
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Los moros que trajo Franco
En Madrid quieren entrar.
Mientras quede un miliciano
Los moros no pasarán.
Si me quieres escribir
Ya sabes mi paradero:
Tercera Brigada Mixta,
Primera línea de fuego.
Aunque me tiren el puente
Y también la pasarela
Me veras pasar el Ebro
En un barquito de vela.
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Manuel, premiado por el arrojo en el duro enfrentamiento de Brunete, se lo menciona con honor frente a los suyos. Al nuevo cabo de la brigada de infantería, un nuevo frente lo espera y, a cargo de los cañones Saint Chamond/Perm de 155 m.m. aportados por Francia y fabricados en Rusia, Manuel llegará vencido a la dura derrota. De allí a la muerte, solo un trecho lo separa.
Franco con sus Moros y legionarios sitian a Madrid. Mientras la República resiste en el último esfuerzo, actos de heroísmo elevan a gloria y a epopéyicas hazañas a la resistencia en el último combate.
El teniente coronel Vicente Rojo en un arrojo desmesurado y suicida vuelca el desarrollo del combate a favor de los republicanos que respiran un breve aliento de gloria. La consigna será como siempre: "no pasaran”. Madrid, unida ante embate de los golpistas, resiste.
Se unen al mando de la república las fuerzas de la Junta de Defensa. Anarcos y comunistas se pliegan al ya disciplinado Quinto Regimiento a cargo de Buenaventura Durruti. Aquello implicaba el último estandarte de lucha del gobierno. Actos de arrojo podían verse en el desesperado intento de una defensa, apenas sostenida.
Días después, Madrid arde y la muerte se pasea por sus calles. Franco ordena: "todo republicano muerto y el que no, a podrirse en la cárcel". Vientos de odio y revancha azotan la cuidad, el hambre como reptil se arrastra hasta los rincones donde se esconde el miedo y el temor de la venganza.
Manuel, sitiado ya no resiste, alcanza a escribir su última carta. Un manojo de nervios desarticulan las letras, alguna que otra lágrima borronea la tinta. Con esfuerzo transcribe lentamente sus pensamientos, elige las palabras, serán las últimas, no tiene duda, ya sabe de la guerra y su precio, acomoda su conciencia en el dolor que lo parte en dos y dice.
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Mujer de mis sueños, mujer amada, mi querida y bella Milagro. Por ti he llegado hasta aquí. No hay esperanza, los generales y políticos han partido a Valencia. Dicen que allí constituirán un nuevo gobierno. La fe ha sido inquebrantable y muchas las muertes para tan poco logro. ¡Quiera Dios que nos ampare en otra vida sin dolor!
Aquí queda la mía, quizás no regrese. Estas paredes tétricas, oscurecen cada día más sin sol. Ceñido de angustia en mi celda, padezco en la oscuridad más oscura de mi apagada alma, pareciéndose a nuestra desvalida suerte.
No llores por mí, guarda tus lágrimas para nuestra España, ya vendrán más llantos. Diles a mis padres que si muero, no será por cobarde. ¡Qué rieguen el manzano y curen la aceituna como yo antes lo hacía! ¡Qué me busquen en cada piedra de mi tierra de Olías, sepultado junto a los míos en una tumba ausente sin nombre ni flores!
Dejo en estos muros mi nombre y el tuyo oculto entre estas piedras para que nadie pueda borrarlos. Deja esta carta al alcance de tus manos, entre la tibieza de tus pechos y al amparo de tu alma para cuando te sientas sola y necesites amarme. ¡Dios guarde del rencor y del odio a mi corazón!
Quien por siempre te amará, se despide de ti y de este mundo; y deja sus brazos para que en ellos te guardes de la soledad y los inviernos. ¡Hasta que a mi regreses! Manuel.
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