Cuento para fin de semana
SEIS BOTONES
El tren se desplazaba raudo, rompiendo el manto de la noche, con rumbo al sur. Su potente foco rasgaba la bruma que envolvía la sierpe metálica, que a esas altas horas de la noche solo mostraba encendida una débil luz en el coche comedor. Silencio total en el interior del tren. En realidad silencio relativo, dado que en un extremo del coche número dos, el extremo opuesto a aquel donde se sitúa el baño, se escuchaba: jadeos, quejidos, lamentos y algún objeto que caía al piso del coche...algún enfermo quizás…
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El tren había partido desde la Estación Central, puntualmente a las veintidós cuarenta y cinco. Su hora de arribo estaba programada para las seis cuarenta y cinco de la madrugada, es decir ocho horas de viaje, tiempo suficiente para comer algo, leer un poco, corregir unos manuscritos y dormir lo suficiente como para estar despejado durante el día. Tiempo que ocuparía para visitar a un hermano al que no veía desde hacía más de veinticinco años y del cual se había enterado, a través de Internet, se encontraba muy delicado de salud. En la noche tomaría de nuevo un tren para regresar a la capital.
Llegó temprano a la estación, fue uno de los primeros pasajeros en abordar el tren, ubicó su asiento, acomodó su bolso de viaje en el portaequipajes, sacó de su bolsillo un paquete de caramelos de “menta extra fuerte” y se llevó uno de ellos a la boca, pensando que la joven alta y rubia que sacó el boleto, tres personas antes que él, podría, si la suerte lo dispone, ser su compañera de viaje.
A él le correspondía sentarse en el asiento que da a la ventana, pero se sentó y se puso a leer el diario en el que da al pasillo, sabiendo que de esa forma era un punto ganado para iniciar una conversación (Viejo y experimentado zorro en esas artimañas de la conquista y el acercamiento al opuesto y bello sexo).
Después de una media hora de lectura, lo sustrajo el bullicio de un grupo de estudiantes hombres y mujeres al parecer de los últimos cursos de enseñanza media, los que obedecían las instrucciones de la que parecía ser la profesora a cargo, una mujer de mediana edad, mediana estatura, medianamente seria y sumamente atrayente, la que al pasar por su lado rozó su hombro con el bolso; ella al darse cuenta giró su cuerpo y mirándolo fijamente le pidió disculpas y le regaló una hermosa sonrisa. Todos se sentaron poco más adelante disponiendo los asientos enfrentándose entre ellos; la profesora o líder del grupo quedó dándole el frente, como cinco filas más adelante. Se dedicó a observarla detenidamente, era realmente atractiva, de una edad indefinible, pero de semblante y mirada aún juvenil; el pensó: una solterona apetecible.
Ya se acercaba la hora de partida, por lo tanto era bastante el movimiento de pasajeros, que subían y se iban acomodando en sus respectivos asientos, se dedicó a observar y grabar en su mente imágenes de actitudes y características humanas que quizás algún día su pluma llevaría al papel.
Un pequeño grupo de cuatro mujeres jóvenes y hermosas irrumpieron en el pasillo con risas y alegre desenfado, lo cual llamó la atención de muchos varones que iban en el coche. Todas eran altas, delgadas, dos rubias, dos morenas, aparentemente promotoras de alguna marca comercial importante, en viaje a la conquista del sur. Se ubicaron en la mitad del recorrido entre donde él estaba y el sector opuesto del coche.
Veintidós cuarenta y cinco. Puntualmente partió el tren. Como tres corridas de asiento, las que estaban próximas a él no se ocuparon, el asiento contiguo tampoco, la rubia esperada no llegó. Bueno, este iba a ser un viaje tranquilo, sin conversación, sin conquista, intrascendente y en el cual podría dormir a sus anchas y no molestar a vecinos con sus ronquidos y otros efluvios, a veces no muy agradables.
Siguió leyendo el periódico, echó a su boca otra pastilla de “menta extra fuerte” ¿Para qué? Si la rubia no llegó.
Pasó el inspector solicitando los boletos, luego otro funcionario repartiendo mantas para protegerse del frío de la noche.
También pasó otro personaje, el cual, lucía elegante uniforme de garzón, ofreciendo servicio de coche comedor, enumerando todo lo que allí uno podría degustar. Cuando ya volvía de recorrer el resto de los coches se detuvo frente a él y le volvió a detallar toda la oferta del coche comedor, haciéndola de alguna forma más tentadora que cuando lo hacía de forma impersonal, además explicando más detalles acompañados de una cómplice y coqueta mirada, era un muchacho de muy finos y cuidados ademanes.
Al poco de partir y de haber dejado atrás un par de estaciones él se paró y abarcó con la mirada toda la extensión del coche, la primera estación de su mirada fue aquella ocupada por la supuesta profesora, guía de aquel grupo de estudiantes; aquella que había rozado su hombro e inquietado su espíritu conquistador. La observo por varios minutos, se dio cuenta que ella en forma un tanto disimulada también lo estaba explorando. En algún momento sus miradas se encontraron, ninguna rehuyó la otra, es más, se mantuvieron, transformándose en una sonrisa insinuante por lado de ella y de galán triunfador por lado de él.
Dejó aquella estación, como territorio conquistado y dirigió la vista a otro punto, al otro costado del carro donde podía observar dos morenas que mostraban la nuca y dos rubias que le ofrecían la frescura de su rostro, con ojos extraviados observaba las dos a la vez.
En un momento su mirada se cruzó con la de cada una al mismo tiempo, ambas se miraron entre ellas y se sonrojaron, haciendo que las blondas cabelleras quisieran resaltar su color original.
Poco más allá divisó otra rubia cabellera, que le pareció la de una antigua conocida, aquella que compró el boleto de viaje unos minutos antes que él, pero le daba las espaldas por lo tanto no podía saber si realmente era aquella mujer. Pensó que tendría que salir a explorar aquellos territorios, los que parecían sumamente interesantes.
Lentamente recorrió el pasillo, fue observando detenida y en forma aparentemente distraída toda la extensión del coche y todo su pasaje, el cual lo componían hombres, mujeres y niños. El solo detenía su mirada en las mujeres y no en todas, sino que en aquellas que exhibían algún atributo que satisficiera sus cánones de belleza o algún atractivo físico que exacerbara sus ímpetus de macho cabrío.
Al pasar por el lado de la cabellera rubia conocida lo envolvió una nube de una fragancia cautivadora que le hizo perder pie y casi caer; alguien le tendió una mano para que no cayera, rápidamente se recuperó y siguió avanzando. Llegó al extremo del coche y quiso entrar al baño, éste se encontraba ocupado. Mientras esperaba se dedicó a mirar el paisaje interno desde el lado opuesto, el que él no conocía; allí estaba la rubia del anden, observándolo y ofreciéndole una amplia y blanca sonrisa, haciendo un ademán mostrándole el piso donde habría quedado tendido de no ser por la mano del hombre sentado frente a ella. Aquello rompió su coraza de caballero andante y terminó sonrojándose. El baño quedó desocupado, rápidamente penetró en él y se repuso del orgullo herido.
Al salir del baño y comenzar el regreso de su viaje de exploración, nuevamente se encontró con la mirada de su antigua amiga rubia, la que coronó aquella aventura con un insinuante guiño y un gesto de fruncimiento de sus labios, esto no le gustó, estaba preparado y entrenado para ser él el conquistador. Aunque a decir verdad por esa rubia valía la pena romper las reglas establecidas.
Apuró el paso quería llegar rápidamente a su asiento, su reducto, su castillo, su guarida en aquel tren. Sentía que todas las miradas lo seguían en su trayecto, en realidad nadie se preocupaba de él.
Faltando poco para llegar a su asiento, en el costado contrario a las cuatro promotoras del amor, se le apareció de repente una visión encantada, un brillo que opacaba toda luz, joven talle erguido y turgente, angelical rostro, bellísimo; coronado con una cabellera de aterciopelado azabache: la armonía hecha mujer. El premio que siempre esperó y que creía, verdaderamente, merecer.
¿Cómo es que no la había visto cuando subió? Seguramente lo hizo cuando leía el diario y no se percató, además daba la espada a su posición, pero no importa cómo fue, allí estaba y era bellísima. También le llamó la atención la manta multicolor con la que cubría sus piernas.
Allí estaba parado, como un tonto, mientras ella con una dulce sonrisa le pedía que le recogiera una revista que se le había caído, se agachó, la recogió y como un autómata alucinado se la paso en sus manos blancas que rozaron las suyas con la suavidad de las sedas más finas del oriente.
—Gracias señor, muy amable, muchas gracias —además una voz cautivadora.
Continuó su camino hasta su asiento envuelto en un halo de misticidad.
Al sentarse allá lejos observó a la profesora que le regalaba una sonrisa y también diviso la rubia cabellera de su amiga del andén, allá bastante más lejos, la que le hacía una seña moviendo una mano. Más cerca lo observaban dos pares de ojos oscuros insertos en rostros morenos de negras cabelleras, eran las promotoras que habían intercambiado sus asientos, cuando las miradas se encontraron palidecieron los dos rostros morenos.
Al poco rato todas sus conquistas comenzaron a pasar por su lado con rumbo al coche comedor, aceptando la invitación de aquel muchacho de finos y elegantes modales. Todas al pasar lo hacían lentamente y mirando fijamente al conquistador. Pasó la rubia del andén y le regaló otro beso gestual; pasó la profesora-guía de los estudiantes y también le hizo un guiño; las cuatro promotoras, intercaladas rubias y morenas, cada una le prodigó una sonrisa. Faltaba que pasara una, su última conquista, la más sublime. No pasó, al parecer no tenía apetito, no tenía sed, sencillamente no pasó.
También se dirigió al coche comedor. En cuanto apareció en la puerta noto que seis pares de ojos lo estaban esperando, sintió un fuerte impacto, pero no se amilanó, había enfrentado otras batallas de tanto o más riesgo de la que podría venir.
Se sentó en un rincón desde donde dominaba toda la extensión del coche comedor y cada una de las locaciones ocupadas, cual un felino listo a atacar o a defenderse. Se sobresaltó al escuchar a su lado al diligente garzón de finos, elegantes y ahora coquetos modales, el cual después de presentarse como Luis María, le preguntó cuál sería su preferencia de lo que allí servían. Además de lo que el garzón le ofrecía, pensó en otras seis exquisiteces, pero al final optó por lo más sencillo: piscola, mezcla de pisco y bebida cola, bien cargada al pisco, con harto hielo y una torreja de limón.
Rápidamente Luis María cumplió con lo solicitado, trayendo además un platillo con almendras y aceitunas para picar, al retirarse reiteró su voluntad de atender cualquier pedido.
Durante el transcurso de tres piscolas, miradas iban, miradas venían, guiños iban, guiños venían, muecas maliciosas y gestos libidinosos. Pero todo esto siempre en forma disimulada, ninguna de las mujeres se daba cuenta de lo que hacía cada una de las otras y los gestos y respuestas de él, solo lo notaba aquella a la iban dirigidos.
Luis María era el único que atendía las mesas dispuestas a lo largo del coche comedor. Poco a poco el sueño y el alcohol fueron haciendo efecto en el ánimo de los trasnochadores, los cuales comenzaron a retirarse; también lo hicieron las seis conquistas del Fauno. Todas tenían que pasar por donde él estaba. Todas le prodigaron una sonrisa, una mueca, un gesto, o un pequeño mohín, pero ninguna fue indiferente.
Cuando todo el público se había retirado pidió un último trago para luego hacerlo él también. Rápidamente fue atendido por Luis María, este no se retiró, sino que le buscó conversación, contándole más de un comentario que les había escuchado a aquellas mujeres que estaban pendientes de él. Conversaron como veinte minutos, tiempo en el que él comentó al garzón, cuál era el motivo de su viaje y su intención de volver en el mismo tren esa noche a la capital.
Se puso de pie, Luis María tuvo que ayudarlo para que no perdiera el equilibrio, el alcohol había mellado la templanza del conquistador. El garzón ofreció acompañarlo hasta su asiento pero él se negó, no era para tanto, solamente preguntó hacia qué lado tenía que dirigirse, era en el sentido contrario al de desplazamiento del tren, el cual ya había dejado atrás la mitad de su recorrido. Al llegar a su coche ubicó su asiento, se acomodó, se cubrió con la frazada que le habían pasado al comenzar el viaje y se durmió pensando en la sonrisa de la profesora, en el rubor y en la palidez de las rubias y morenas promotoras, en el guiño y beso simulado de la rubia que era rubia y sobre todo de la candidez del rostro y la dulzura de aquella voz que le dijo: Gracias señor… cuando le recogió la revista…
Con esos pensamientos y el vaivén del tren traspuso los umbrales del reino de Morfeo a la espera del paso de la otra mitad del recorrido…
El sueño no fue profundo, porque entre los sombras de la noche y los fantasmas de las piscolas, en forma difusa, percibía que cada tanto iban llegando cada una de esas mujeres que él había conquistado durante esa noche y le prodigaban caricias, besos y todo lo que el deseo y la lujuria exigía de aquellos cuerpos. Entre su sueño, su cansancio y los vapores del alcohol no distinguía en que momento cada cual estaba con él, no distinguía colores de piel, de pelo ni facciones, sólo atinaba en su inconsciencia a arrebatarles algo para tener un testimonio de aquella noche, aunque solo fuera un botón.
Un, dos, tres…cuatro…cinco…seis botones. En la levedad de su sueño seis mujeres estuvieron con él esa noche en el lapso de más o menos tres horas en el frío y la penumbra del coche número dos de aquel tren que raudamente se desplazaba rumbo al sur.
Comenzaba a amanecer, sintió frío, busco la frazada, se encendieron las luces; notó que su camisa estaba completamente desabrochada, su cinturón suelto y su pantalón sin cierre; rápidamente se arregló antes que alguien se diera cuenta de su estado, abotonó su camisa, levantó el cierre del pantalón, ajustó el cinturón, alisó su pelo, que supuso despeinado y buscó la frazada, estaba en el asiento del otro costado del coche. Sin despertar del todo y con los efectos, aun presentes, del alcohol ingerido comenzó a recordar. Recordó gestos, guiños, besos, caricias y mucho más y también botones. Se puso de pie, tratando de colocar cada hueso del cuerpo en su lugar y allí los vio, en el asiento: uno, dos, tres… seis botones. Si seis botones y no eran de sus ropas, entonces todo había sido real….no había sido solo un sueño producto de las piscolas.
Seis botones. ¿Por qué seis si habían sido siete sus conquistas? La profesora guía del grupo de muchachos, la rubia que compro los boletos antes que él, las cuatro promotoras y la muñequita angelical ¿Cuál de ellas no lo visitó esta noche?
Las seis cuarenta y cinco de la mañana. Puntualmente el tren llegó a su destino. Todos los pasajeros comenzaron a bajar. Bajaron mujeres y hombres somnolientos cargados de maletas, bajaron niños desgreñados y ancianos bien despiertos. Ya al final comenzaron a descender las musas del amor. Primero lo hacen las cuatro amazonas promotoras del placer, las cuales al pasar por su lado, cada una, lo premió con una amplia sonrisa y un gesto de aprobación levantando su dedo pulgar.
Inmediatamente lo hace la profesora, la que ya había hecho bajar a sus alumnos, al pasar por su lado se agacha sonriente y le dice al oído:
—¡Eres genial gordo!
Desde el otro extremo del coche llega la rubia exuberante y sin decir nada le da un beso en la boca y se aleja contoneándose. Seis botones, seis mujeres
Quedaron dos pasajeros en el coche, la muñeca angelical y él. Subió un hombre corpulento por el extremo más alejado y con paso firme se acercó hacia el lugar donde estaban ellos, al verlo venir decidido él sintió cierta inquietud. El hombre se detuvo frente a la niña de bello rostro y hermosa sonrisa, la saludó en forma amable y familiar, la tomó en sus brazos y la llevó hasta una silla de ruedas que estaba en el andén; ella tenía una pierna enyesada desde el pie hasta la cadera.
El bajó detrás de ella, ésta desde su silla le pidió que se acercara, él se acercó y al llegar a su lado escuchó una voz arrulladora que le dijo:
—Nunca voy a olvidar esta noche —y aquella angelical mujer se alejó en su silla de ruedas empujada por el corpulento hombre.
Quedó perplejo. Seis botones, siete mujeres y una de ellas con una pierna enyesada. Todas tuvieron un gesto amable para él. ¿Cuál no estuvo con él?
—Señor, señor —escuchó que lo llamaban.
Se dio vuelta, era el garzón que le traía su teléfono celular, el que se le había quedado olvidado en el coche comedor, recibió su aparato y mientras Luis María le preguntaba si iba a volver a la capital, esa noche en el mismo tren, se dio cuenta que la camisa de aquél no tenía botones… llevó una mano al bolsillo de su pantalón y allí sus dedos temblorosos contaron: uno, dos, tres… seis botones…
Rápidamente subió a un taxi, prometiéndose nunca más poner a prueba sus atributos de conquistador en un tren y sin poder apartar de su pensamiento siete bellos rostros que le prodigaban una amplia y burlona sonrisa, partió a perderse en las calles, aún somnolientas, de Concepción.
Incluido en libro: Cuentos al viento
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