El día, ese espacio de angustia, tiñe el barrio de un gris mortecino, vacilante, y jugando se cuelga de un pilar de ladrillos que sujeta alambrados, de un postigo orgulloso de esconder resplandores, de veredas gastadas por la gente viviendo, o del reflejo fugaz de una mirada.
Y en un hechizo, en ese superlativo instante inesperado, a ese día omnipotente, déspota, orgulloso de su sol, lo conmueve, lo ataca el viento, ese viento que viaja eternamente, haciéndolo fugaz, transitorio, brevísimo, y ahora mortalmente herido por las penumbras, que ya comienzan a invadirlo.
Sentados en el alto cordón de la vereda, con las piernas colgadas, que apenas tocan la calle.
Los amigos deciden las fábulas, marcan con la punta de un pie en el ripio, defienden sus ideas en algún dibujo, que sintetizan en torpes esquemas estructuras difíciles de obtener con la palabra.
Habían logrado superar, más rápido de lo que sus pobres cerebros aspiran, la obsesión del paso del tiempo y de la muerte, captando - para su regocijo - que la belleza siempre existe, incluso en el espanto, incluso en el agobio.
No hablaban de la vejez, esa maldita, que aún no llega a habitarles la piel, ni el poder de sus ojos, ni sus ganas.
La veían como a una mujer lejana a la que no tenían acceso, y podían utilizar toda la vida para conquistarla. Tenían todo el tiempo que uno cree tener hasta la muerte.
La adolescencia latía por sus arterias salvajemente en un ir y venir endemoniado.
La ventolera en un parpadeo dejó de soplar, pero el polvo que había arrastrado cubría ya con una roñosa túnica los muebles y las hojas de los geranios, que en macetas amontonadas se asomaban por la vidriera de la peluquería.
No había distracciones para temas banales o cotidianos, ni se daban respiro, seguro algo los acercaba a verdades indispensables para su análisis.
Trataban de descular - no sin esfuerzo -, la Teoría Geométrica Táctil de Tlön y sus aplicaciones prácticas a movimientos futbolísticos elementales, específicamente a utilizar en el potrero.
De ahí la necesidad de simplificar como hipótesis al lenguaje común esa frase sencilla pero mefistofélica: El hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan.
El humo de la alta chimenea que brota entre el tejado de la estación del ferrocarril intenta elevarse inútilmente, reptando a duras penas hacia el cielo acerado y cada vez más negro, para por fin soldarse con el horizonte de cerros pelados, estériles y viejos como el mundo, que ahora eran solo sombras.
Luego de golpear varias veces con el taco de la zapatilla, clavándolo en la fina arena que se amontona al reparo de la vereda, progresando en el cavado de un pozo, apareció entre el gris arenoso un destello plateado, fulminante, cegador. Y como un relámpago desapareció nuevamente en el mismo movimiento, tragado por ese mismo polvo cósmico que el viento junta constante, tozudo, cuando sopla desde el sur del continente.
Los dedos crispados de las manos de Puntín lo desenterraron urgente, de un arañazo, hasta dar – voraces - con un cono de metal reluciente, del tamaño de un dado.
Luego con esfuerzo disparatado la mano lo levanta en el puño cerrado. Pero el peso es inaguantable, inadmisible, absurdo, para el diminuto tamaño del objeto.
Le duele sostenerlo y espantado lo deja caer con alivio sobre el gris del polvo sideral amontonado, logrando al chocar un estallido sin ruidos, y en el impacto, vuelan infinitas partículas microscópicas.
Con premura lo oculta con una rápida maniobra de su pie izquierdo, con una palada que lo entierra.
El objeto ahora queda cubierto por una montañita de arena inocente.
Tenían que planificar los movimientos hasta tener certera eficacia y suficiente firmeza en sus palabras, para luego de resolver la hipótesis de que: los hechos sólo ocurren en el presente.
Iniciar la demostración desde una posición estática les resolvería muchas horas de ecuaciones futbolísticas irrepetibles.
Comenzarían la demostración a partir de una jugada de tiro libre (es decir la Teoría Geométrica de Tlön con pelota parada). Querían mover la bocha desde un terreno conocido. No eran giles.
La evidencia práctica en la demostración de estos teoremas debe ser irrefutable, sin discusión, categórica, inapelable, de la gran puta.
Aquí tiene que cumplir un papel culminante la picardía, la infamia leve, sintetizado en el aditivo del engaño, de lo insólito, de lo asombroso, de la burla leal, de la seducción que da ... el amague.
Esa forma de amenazar, de intimidar, de prepotear al rival, de fanfarronear con el cuerpo, con el gesto de la gambeta, con una mirada intencionada, con una rodilla que se flexiona hacia un lado y sale para el otro.
Con esa explosión de encantamiento que es el contrincante dejado en el camino y que la pelota siga obediente – pegada - en el empeine.
Había que investigar hasta que en el presente (solo en ese destello efímero que es el presente), se produjera el efecto buscado.
Que la burla tuviera el resultado de un amague colectivo, de una gran chanza, con la sincronización total del grupo (todos los jugadores), como un ballet, modificando los espacios de la cancha, creando lugares nuevos por donde desplazarse sin marcas, sin roces. Camino siempre a lo mismo, camino al gol.
A la culminación perfecta del encanto.
- Si tenés la barata posibilidad de disfrutar con lo que te imaginás, con lo que soñás, con lo que ves cuando cerrás los ojos, o cuando quedás con la mirada fija en un punto distante pero sin ver nada, solo mirando para adentro... - dijo Puntín.
- A la realidad, a esa puta legitimidad de la verdad, que te pasa en ese momento, la tenés dominada, sometida a tu fantasía y hasta la podes cambiar si te pesa demasiado! - concluía.
Sin verlo mientras hablaba, dirigía sus ojos hacia el lento desplazamiento de un hombre viejo y pesado, que avanzaba por la vereda donde ellos estaban sentados.
Las infinitas posibilidades de su origen lo rodeaban como un aura oloroso –intenso- a tabaco y naftalina, y un humo intrigante perseguidor de sus ropas antiguas.
Era una prolongación del Asia Menor (de Babilonia o Alejandría) en la Patagonia, nunca nadie se interesó por su remota ascendencia de hititas, o de persas, era sólo el Turco de la tienda - de acá a la vuelta -.
Turco mugriento se comentaría por ahí, hostilmente.
- Los que dicen que sienten pena por lo que a vos te ocurre, esos son los peores! - afirmaba en tono sabio y contundente- Son los más jodidos, seguro están usando tus desgracias para sentirse mejor ellos, para atenuar sus propios quilombos y pesares.
- ¡Desconfiales, nene! Se por que te lo digo-. Y le pegaba una chupada al toscano que eternamente vivía en sus labios.
De su inteligente palabra pensante salieron variados anatemas nunca refutados, al menos oficialmente, y confesiones de sabia trascendencia y oficio, que seguramente influyeron en mi vida y en mi orden moral, si es que lo tengo.
Jamás abandonó su línea de charla callejera (aunque aveces incursionó - sin proponérselo - en terrenos que nunca debería haber pisado), y es el dueño de un latiguillo histórico (refiriéndose a las mujeres), que quedó esculpido en mi memoria de pibe, y que me repetía cada vez que podía, como para que no se me borrara.
- ¡Todas son lo mismo!- decía con una sonrisa amarga.
También me enseñó que el amor es un estado de miedo constante a que te abandonen. Y que la pasión es el sentido de la vida.
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