Fiscalía General de Monterrey, México, 10 de marzo 1978
Era una mañana cálida en la ciudad, un viejo y decrepito sacerdote ingresa a la fiscalía, allí lo espera para tomarle declaración, Juan Manuel Oviedo, fiscal que lleva adelante una investigación sobre un presunto asesinato en masa en un pueblo del noreste mexicano, Atlacoya.
—Hacia 1930 un grupo de inmigrantes austriacos que escapaba de la justicia llegaron al noreste de México. Tenían aspiraciones de dejar atrás su oscuro pasado en Europa y comenzar una nueva vida.
Llegaron a tierras casi desiertas, en cercanías a un poblado rural llamado Atlacoya, lugar donde intentarían recomponer sus vidas. Se apropiaron de unas vastas hectáreas que les fueron cedidas por el gobierno de México con la condición de generar productividad en una zona marginada de toda actividad económica.
Construyeron una gran casona, pequeñas casas aledañas a la misma, sembraron cuanto territorio poseían, criaron ganado; en poco tiempo habían crecido a pasos agigantados exportando todo su excedente.
Rápidamente se hicieron conocidos en el pueblo, por sus éxitos y su rareza. Muchas veces se veía a uno de ellos merodear el pueblo, mirando fijamente a los lugareños, de forma extraña, como si fueran seres de otro planeta, tal vez intentando comunicarse o adaptarse a aquella sociedad tan distinta a lo que ellos conocían. Lo cierto es que a los atlacayos no les caían para nada bien, llegando a inventar historias sobre ellos, sobre todo para asustar a los niños más pequeños, algo como “Si no te comportas un austriaco te subirá a su carro y te comerá”.
Pasado dos años todo parecía normal, pero las cosas cambiarían, ya que algo comenzó a ocurrir en el pueblo. Primero fueron las altas temperaturas, que no cedían, ni siquiera al llegar el invierno, luego la sequía, la peor que sufriera Atlacoya. La cosecha de aquel año se perdió casi por completo en el pueblo, los animales murieron, el agua para el consumo de los pobladores escaseaba, era un real infierno; pero dos kilómetros más lejos todo era distinto, los austriacos gozaban un gran vivir en su estancia, la sequía no los afecto, tenían grandes disponibilidades de agua potable, tanta que hasta usaban para el riego, el porqué de ello, fue todo un misterio.
Pero lo climático no era lo único que comenzó a desmoralizar a los pobladores de Atlacoya, lo que rebaso a la gente del pueblo fue la desaparición de dos chicas adolescentes.
Aquellos mitos que los lugareños tenían sobre los forasteros comenzaron a tomar vida. Primero unas pocas personas, que contagiaron a otras, hasta el punto de que el pueblo completo creyera que los austriacos hacían rituales y sacrificios en pos de su prosperidad y que de seguro ellos tenían a las jóvenes.
Fue un viernes a las seis de la tarde, Atlacoya entero se reunió en el centro comunal para definir que acciones tomar para recuperar a las adolescentes desaparecidas y evitar nuevas víctimas. Luego de unas horas se decidió que cuatro voluntarios vigilarían a los austriacos, y cuando se aseguren que ninguno de ellos se encuentre presente en la estancia, entrarían a investigar el lugar y tratar de dar con el paradero de las chicas desaparecidas.
Luego de varios días los vigilantes, entre los cuales se encontraba el padre de una de las muchachas, perdieron la paciencia ya que nadie salía de la estancia, pensaron que tal vez no se encontraban allí, además hacia demasiado tiempo que no se los veía en el pueblo. Decidieron acercarse e inspeccionar entre los árboles que marcaban el límite de la propiedad. Al no detectar movimiento ingresaron atravesando el arbolado, ya dentro de la misma avanzaron sigilosamente hacia la casona, lograron entrar, era un verdadero lujo, todo relucía, en la sala de entrada posaban los retratos de cada uno de los forasteros, al parecer eran personalidades importantes en su país de origen, la pregunta que sonaba fuerte en el pueblo ahora lo hacía aún más entre los intrusos ¿Por qué escaparon de Europa?
Al no encontrar nada extraño en la casona decidieron revisar cada uno de los galpones y las casas menores, al salir de una de las casas se toparon con dos austriacos. Los pueblerinos se quedaron inmóviles ante los pálidos y serios rostros de los dueños de casa; sin emitir palabra alguna los atlacayos se marcharon corriendo, ante la fija mirada los europeos.
Los espías, comunicaron al pueblo lo sucedido y que no había nada extraño en aquella estancia más que sus dueños, se sintió una gran decepción. Con el pasar de los días, aquellos mitos sobre los forasteros volvieron a ser eso, solo mitos sin fundamentos para los atlacayos que aún seguían buscando a las desaparecidas, pero no por mucho.
Un jueves por la noche un sollozo grito despertó y revoluciono al pueblo, lo que nadie quería que pasara paso, las jóvenes desaparecidas aparecieron muertas en el centro de la plaza del pueblo, con signos de haber sido vilmente torturadas.
La furia y la ira invadieron a los pobladores, perdieron el control y todo tipo de razón, tomaron todo lo que encontraron a su paso y sirva la destrucción y tortura, corrieron los dos kilómetros que separaban la zona urbana de Atlacaya con la estancia vecina.
Los austriacos dormían, esta vez no despertarían por mucho tiempo, los pueblerinos ingresaron violentamente a la casona y a las casas más pequeñas destruyendo todo a su paso. No hubo chances de defensa para los forasteros, todos fueron cruelmente ejecutados, primero los golpearon a más no poder, los sujetaron con sogas, los rosearon con combustible y literalmente los redujeron a cenizas.
Semanas más tardes la angustia seguía, aunque la furia había cesado, sentían en cierto modo haber hecho justicia. La tranquilidad había vuelto al pueblo, pero una mañana todo volvería a oscurecerse. Un nuevo grito desesperado proveniente nuevamente de la plaza acabaría con nuevamente con la paz de Atlacoya.
La escena era aún dramática, esta vez un niño que era buscado por sus padres ya que habían pasado horas desde que no volvía a casa, apareció brutalmente asesinado. El pueblo se reunió alrededor del cuerpo, mirándose unos a otros, confundidos, sin saber que hacer, temerosos de que podría haber nuevas víctimas. Los adultos reunieron a sus hijos y se encerraron en sus casas. Lugo de unas horas la mayoría de los vecinos decidió abandonar el pueblo ante la incertidumbre de no saber que pasaba y saber que estaba en peligro sus vidas y la de sus seres queridos.
El pueblo más cercano se encontraba a cien kilómetros de distancia, imposible recorrerlos a pie y en aquel entonces solo las clases acomodadas disponían de un vehículo, en Atlacoya era el alcalde la única persona que poseía uno.
Quienes decidieron marcharse se dividieron en grupos y se turnaron para huir del pueblo. El primer viaje salió a las siete de la mañana el día siguiente, en este iba el alcalde, su mujer y sus dos hijos y su asesor el cual era su mejor amigo. El auto era conducido por el comisario, quien se encargaría de realizar todos los viajes que fueran necesarios.
Ya realizado el primer viaje, el vehículo conducido por el comisario regresa a Atlacoya. Mientras entraba al pueblo sus ojos se llenaban de lágrimas y resignación, un mar de sangre y decenas de cadáveres decoraban el tétrico paisaje. Todos los habitantes del pueblo habían sido masacrados, entre ellos la familia del comisario, quien, al ver a sus seres amados asesinados, se recostó en el rojo suelo junto a los cuerpos, saco su arma y acabo con su vida.
El silencio cubrió la sala, el fiscal miraba con total asombro, apoyando los codos sobre la mesa y luego de un gran suspiro pregunto:
—¿Y… como conoce la historia?
—La razón de la masacre la conocí treinta años después, en un libro que el alcalde me entrego antes de morir, pidiéndome que interceda ante dios para que lo perdone por tanta bestialidad. Este era un texto muy extenso que explicaba de principio a fin la historia del pueblo.
En resumidas palabras, Atlacoya había sido fundado por el bisabuelo del alcalde quien era líder de un grupo guerrillero que se encargaba de apropiarse de las tierras de los pueblos originarios del país. Las tierras que el pueblo ocupaba pertenecían a un sanguinario pueblo originario que fue reducido y expulsado del lugar, aunque nunca se supo el paradero de quienes sobrevivieron.
Una tarde, días previos a la llegada de los austriacos, el alcalde fue secuestrado al salir de una reunión en la ciudad capital del estado. Quienes los secuestraron, eran un grupo de cincuenta vecinos del pueblo, quienes le confesaron ser descendientes de los aborígenes asesinados por su bisabuelo y su grupo guerrillero. Al parecer habían formado una logia secreta, infiltrándose en el Atlacoya como simples ciudadanos, planeado una venganza hacia este pueblo que para ellos estaba maldito.
Estos amenazaron a el alcalde con asesinarlo a él y a toda su familia de no ofrecerles en sacrificio al menos un pueblerino por mes, hasta exterminar al pueblo entero en venganza de la pasada gesta de su bisabuelo. Ante la amenaza este cede.
Cuando la situación se va de las manos, el alcalde recurre a culpar a los austriacos de hacer sacrificios humanos, con el fin de que la verdad no sea descubierta, sucediendo lo previamente narrado.
Cuando los habitantes del pueblo ven al niño se desesperan ya que descubren que quienes cometían estos actos aún estaban entre ellos. No fue casualidad que el alcalde sea el primero en marcharse, él sabía lo que iba a suceder. Al pueblo intentar escapar, los miembros de la logia no tuvieron más opción que exterminarlos para dar fin a su venganza, también se encargarían del comisario, aunque no fue necesario.
Si jamás me manifesté frente a estos sucesos fue porque no tenía sentido, el alcalde murió días después de que me confesara esta atrocidad, ya no quedaba nadie a quien responsabilizar, el paradero de los miembros de la logia nunca se supo, ni siquiera los se los nombra por su nombre en el libro que el alcalde me dio, imposible saber quiénes son o eran. Decidí guardarme esta historia para mi hasta que ustedes comenzaron con la investigación y me citaron
—¿Qué sucedió con el asesor?
—¬¿El asesor?
—Usted dijo que el asesor escapo junto con el alcalde porque eran amigos.
—Le soy sincero nunca… —el indagado se pausa pensativo —nunca preste atención a cuál fue el destino del asesor, tampoco se lo nombra en el libro del alcalde, solo que escaparon juntos.
—¿El libro?
-Si, en el libro que el alcalde me entrego antes de morir.
—No se haga el tonto padre, ¿Dónde está el libro? —Pregunto el fiscal elevando su voz.
—La verdad es que…. —un tanto nervioso el sacerdote responde— me deshice de él, no quería saber más nada de esta tremenda historia.
—Perfecto, es todo por hoy —El fiscal giro su silla, miro a un oficial que se encontraba detrás suyo— Ramírez necesito que averigües que es o que fue de la vida de Leopoldo Lugones, asesor de la alcaldía de Atlacoya entre 1928 y 1932.
|