Uno.
Aquella hoja en blanco estaba escribiendo en mí. Los inquilinos del piso de arriba también. Daban la impresión de tener alguna industria en la casa. Miraba uno los escasos setenta metros de la vivienda y no acertaba a imaginar el sector de actividad a que se podían dedicar en aquella planta.
Mi mujer era de la opinión de tener encima una fábrica clandestina de turrón. Y podía ser cierto. A veces se oía un martilleo como de partir almendros. A horas intempestivas, como si fuera una labor a propósito, asaltaban mi atención ante la hoja en blanco, como si quisieran tomar parte en mis escritos en calidad de protagonistas.
Sin embargo, en lugar de salir a buscar la guardia por actividades molestas o insalubres adopté aquellos ruidos acompasados como motivo de inspiración.
Dos.
Aquella compenetración llegó a ser tan realista que, a veces, me parecía olfatear un delicioso aroma a turrón de almendras. Del blando. El duro no huele tanto por estar más seco y haber perdido las sustancias odoríferas ad hoc. Pero era una ilusión, evidentemente; sólo que aquel machacar de almendros incesante y nocturno había que ponerle alguna nota- siquiera aromática- de color, para que no sirviera de puerta a un hospital o a algo peor.
Tres.
En cualquier caso, a nosotros, nos tenía expectantes, en vilo; era ya un sonido doméstico, como en casi todas las casas lo es el del televisor.
Por ello, al cesar repentina e inopinadamente un buen día, me encontré de nuevo escrito por unas hojas en blanco que se empeñaban en observarme sin, por su parte, la menor atención.
De lo anterior- qué duda cabe- salió una novela: la primera y última, por cierto: aventuras de un árbol en Madrid. Por eso, hoy voy buscando nuevas fuentes de ruido por si sirven para salir de este impase que me tiene atenazado de mente y corazón.
Como el tío de los ruidos me conocen ya. Y, para que se vea cómo es la naturaleza humana, me escatiman ya hasta las fuentes de perturbación.
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