Caprichosa, la luna se esconde entre los árboles.
En el rocío, huele a albahaca la bruma de la noche.
Tragando sombras, la oscuridad engrosa su velo,
descuidada, la tierra se aletarga en la entrega.
Desde una ventana, unos ojos siguen la adusta rutina,
juegan adivinando formas en las penumbras.
Nada hay que se distinga en el lóbrego nocturno,
pero su corazón ve más allá de las sombras,
en el sinuoso y angosto camino, desierto y pétreo,
adivina los pasos de quien, con su belleza, aun lo cautiva.
Asombra a sus sentidos una inolvidable y ausente fragancia,
que hacia allí avanza sin que nada la detenga.
Entre mutismos y murmullos que la noche hospeda
su herida que vierte, comienza a cicatrizar.
El bálsamo de la esperanza, aún en esa noche fría y oscura,
susurra que el olvido no ha sido por desamor,
e introduce un diáfano alivio, cristalino y flexible,
una calma que alborota y clama por ser oída,
en esa tensa espera que a empellones pestañea,
cual centellas que surgen y se esconden entre nubes.
Así, la demora se guarece del inclemente tiempo
y sosiega al corazón haciéndolo vivir en las redes del amor. |