Cada día se arregla como si fuera el primero. Ponerse una gota de perfume en la parte trasera de cada pallar y un poco en las muñecas, es el inicio del ritual. Luego se dibuja un lunar a un lado de la boca, con la extraña costumbre de cambiarlo de lugar cada noche. Se observa en el espejo y no cree que es bella. Con necedad riza sus largas pestañas, pinta sus párpados de un color verde oscuro y delínea sus labios como si se los hubiera mordido hasta sangrar. El maquillaje agranda aún más sus ojos cafés y hace que pierda aquel rostro angelical, demacrándola. Ariel deja caer su cabello castaño sobre sus hombros de pájaro.
Una vez lista abandona el tocador y cierra con cuidado ese corsé que realza sus grandes y firmes senos. Suavemente acomoda la minifalda de cuero negro que hace estallar su curvilínea silueta. Examina su reflejo con cierto desprecio. No puede creerse así a los diecinueve. Reconoce que cuando entra por la puerta trasera del local, deja detrás sus sueños, los deseos de estudiar para escapar al fango de aquella ruina. Dentro, se transforma en una fantasía de machos y en la envidia de sus colegas. Intenta recordar el día que dejó encerrados en un cajón su conciencia y escrúpulos. Vuela sus lágrimas de un manotazo y cuenta las veces que intentó renunciar. El fajo que dejaban en el velador ganaba a su voluntad.
Trata de recomponerse y saca pecho cambiando de gesto. Se asume seria, gélida, como si en un instante se arrancara el corazón. Ante todo, es consciente de que no la pueden ver llorar, le podría causar problemas.
De pronto le tiemblan las piernas, recuerda que es lunes y él vendrá esta noche. Eso le causa alegría, la pone ansiosa. ¡Lo verá hoy! Al hombre que no solo la penetra.