Más que un lugar de paso como para la mayoría, para algunos era su oficina personal con secretaria y seguridad las 24 horas del día, para otros un punto de recurrentes encuentros. Era costumbre permanecer ahí con ese pestilente olor, un tufo ambiguo. Un ventarrón podía traer consigo tanto a un cuerpo en descomposición o una fuerte concentración de urea. Por momentos se podía sentir el aroma pringoso del chifa que estaba ubicado al lado del burdel. Sin lugar a dudas, esta mezcla de hedores se debía a la acumulación de basura que bordeaba el sardinel y a las manchas de orina, dado que no faltaba un can o mucho menos un hombre que marcara su territorio en plena vía publica. Aquellas grandes paredes de un color crema manoseado, lo veían todo. Poco importaban los pedazos mondados en el suelo, mostrando la cal de las paredes; o los excéntricos grafitis en los cuales se encontraban plasmadas tantas emociones. Aun así estos muros eran siempre utilizados para apiñarse.
Naturalmente era ese viejo poste gris que sabía más que nadie, puesto que desde arriba, con la luz tenue que difundía, tenía una vista panorámica de los espectáculos que se ofrecían. El concreto se encontraba cubierto por antiguos afiches de las elecciones y estaba ligeramente inclinado hacia la izquierda por algún choque. La fuerte humedad y los drásticos cambios de temperatura se veían claramente en el pavimento reventado por la ausencia de juntas de dilatación. Se podía ver que anos atrás, cuando el cemento estaba fresco, algunos individuos, pasaron por aquella esquina dejando sus rastros de por vida.
Al igual que las ratas, los vagabundos se encontraban en la fría vereda, cubiertos de liendres, abrigándose con cartones y periódicos. Sin embargo, eso no impedía que siempre este aquel caficho rodeando el teléfono publico, acompañado de una grotesca asesora, verificando los contactos y que la clientela se mantenga siempre informada. Diariamente se pasean un grupo de drogadictos en busca de comprar nueva “merca”. Les es fácil conseguirla, ya que los camuflados dillers se encuentran candorosamente sentados como chóferes dentro de los supuestos taxis.
No obstante todos estos personajes desaparecen de la concurrida esquina cuando escuchan las sirenas sonar. En un abrir y cerrar de ojos aquel circo se esfuma, dejando desolado ese antro de perdición, convirtiéndose en una inocente intersección de dos cuadras.
|