Desde que la conocí había fantaseado con ella; sin advertir de imposibles, no dejaba de sentirla siempre cerca de mí. Me parecía volar cuando me peinaba rozando sus pechos en mis hombros, cuando me tiraba a su lado a hojear libros y percibía en su piel un suave aroma a mujer que ya empezaba a inundarme, a meterse en mí, intrigado por lo desconocido.
Al llegar y pronunciar mi nombre, la sentía respirar en un agudo sonido que me elevaba por sobre el mundo, aventurando deseos, alentándome a meterme entre sus brazos para descansar en su falda, sintiendo sus piernas y su interior tan cerca y prohibido emanando perfumes. Sentir su vientre latiendo al compás de su corazón, desde donde la percibía mía, dispuesta a hacerme estremecer.
Haciéndome el dormido me quedaba en ella, acurrucándome mansamente entre su pechos, sintiéndolos latir, expandiéndose, retrayéndose como en juego inconcluso; mientras en una desesperada ansiedad, me disponía a sentirla desde sus manos acariciando mi cabeza, jugando con sus dedos, haciendo rulitos con mi pelo, con esa mansedumbre que la mostraba distinta.
Aun hoy la recuerdo. ¡Cuánto necesitaba de sus caricias y de esa extraña ternura que confundía y trastornaba mis sentidos, llevándome por sueños de futuros ansiosos de una dolorosa y postergada espera! Ella había llegado de la mano de mi padrino hasta la vieja casa donde se la recibió como una más de la familia.
Fue llegar y revolucionar todo con su actitud jovial y siempre dispuesta a reír, mostrándose vital en la cercanía a todos los que a su lado buscábamos relacionarnos, donde ella se mostraba sin perjuicios.
Recuerdo escucharla, azorado de las cosas que a solas contaba a mis hermanas, eternas santurronas mostrando siempre menos de lo que sabían. Por aquel entonces me deleitaba observándola cuando en el canal se bañaba, vestida de pantalones cortos y alguna remera que se pegaba a su pecho mostrando la redondez y el rojo color de su piel.
Nunca a nadie comenté de mis secretos, no quería compartir algo que para otros pasaría a ser simplemente una calentura de pendejo. Después, a solas, cuando la luz se apagaba, me detenía a pensarla y retratarla en la sombras todo cuanto mi mente febril recordaba haber visto.
De aquel entonces recuerdo con trascendencia el día que se me informó que viajaría con mi padrino a la capital. Ni lerdo ni perezoso comencé a hilar maneras de estar cerca de ella. Comencé a sentirla desde su cariño. Mi padrino defendía el amor de ella.
- Déjalo aquí a mi lado, le decía a su esposa.
Y a modo de certeza, ella respondía.
- ¿No ves que al chico le falta el cariño de su madre?
No fueron pocas las peleas con mi padrino, pero ella defendía mis actitudes que desagradaban al esposo que le reprochaba la excesiva atención que me brindaba a expensas de olvidarse de él. Por ello y por otras razones crecía en mí el cariño por aquella mujer a la que nunca le dije madrina, tal vez reservándole otro rol en mi vida.
Pasaron los años y mis deseos comenzaron a magnificarse desde otra postura y desde una mirada de hombre que no dejaba de soñar con que algún día se cumplirían mis sueños. Con arrepentimiento me he dicho, muchas veces, lo poco que mi padrino me importó cuando tuve que decidir entre ellos. Siempre nos separaba la porfiada elección de apoyarla más allá de sus errores; hoy me atrevo a reconocer que eran muchos.
Fui descubriendo comportamientos en ella que me causaban dolor. Sabía, después de presentirlo, que engañaba a mi padrino con otros hombres. Me dolía y me llenaba de rabia, atreviéndome a decirle lo que sabía.
Un día, sentado frente a frente, comencé por decirle cuánto dolor sentía; y con detalles que la sorprendieron, le confesé con rabia que sabía de su engaño, lastimando a un hombre que la quería. A lo que ella agregó casi con ternura.
-Son celos, tontito.
Luego, me atrevería a más; y en un estado de confusión en el cual me liberaba ya con atrevimiento, le pregunté sobre las diferencias de un hombre a otro y de lo que sentía cuando era poseída por otros cuerpos. Sin detenerme, en una morbosidad que desconocía de mí, me atrevía a ir más lejos y, sin dudar, me adentré al tema de la sexualidad. No era mucho lo que de ello conocía, pero me bastó para sorprenderla con mis apreciaciones. Comencé diciéndole de la vergüenza y del dolor que le causaría a su esposo.
Dándome cuenta que hablaba desde mí, separé los reproches; haciéndolos en segunda persona, continúe diciendo lo que sentía. Ella río y tomando mi mano me llevó hasta el lado de la cama donde se hallaba sentada.
Me acarició buscando que volviera la calma, después, para mi sorpresa enumeró las ocasiones en que se había dado cuenta de lo que yo por ella sentía. Sin rodeos, agregó.
- Vos y yo somos iguales, solo que yo me atrevo, y vos no sos capaz de decirme lo que sentís, yo sé que te caliento y me deseas, que te confundo y te causa dolor cuanto sabes de mí, desgraciadamente, más de lo que deberías saber.
Luego continúo diciendo.
- Lo sé desde cuando me dejaba estar para tenerte en mis pechos y sobre mis piernas, sintiéndote, cuando comenzabas a temblar. Además, sé que reprochas mi actitud, en la que engaño a tu padrino; de ello no puedo decirte más, algún día lo averiguarás cuando entiendas más de las mujeres. En cuanto a los otros hombres, sé que te gustaría ser vos y no ellos. ¿O no?
Luego confesándose, agrego.
- También te he sentido y he pensado en ello, formulándome millones de veces la misma pregunta: ¿estará bien alentar los deseos del ahijado de mi marido? Hoy me digo sin miedo. ¡Sí, vale la pena intentarlo!
Dicho esto, me dio vuelta tomándome de los hombros, se recostó y me dejó caer sobre sus pechos y entre sus labios que comenzaron a morder los míos, sentí cómo se abrían sus piernas, dejándome caer en ese bello abismo al cual no terminaba nunca por descender. Luego, sus manos fueron hasta mi espalda, bajaron por mi cintura y se quedaron allí, acariciándome. De a poco fueron descendiendo, sus manos buscando un espacio entre los cuerpos que se posesionaban uno sobre el otro, sin ganas de separarse nunca. En la ansiedad de lo desconocido, sentía deseos de disfrutarla gota a gota, pétalo a pétalo como el rocío sobre la rosa, como un desvelado amanecer esperando el sol para hacer cierto mis sueños. Desesperado en la intriga que alimentaban mis sueños, me estremecí y busqué en su cuerpo el placer postergado en un largo tiempo de miedos, de conteniendo deseos en la cobardía de no atreverme; callando en el silencio de la tonta timidez cuanto del amor y del placer necesitaba.
Me elevo sobre sus brazos y descubro en el inconsciente de sus deseos todo lo que necesita y quiere de mí. Incontrolado y torpe busco el ruedo de su falda y lo llevo más arriba de su vientre blanco y terso. Dejando para después, en el propósito de detenerme, arriba, sobre la cumbre encrespada de finos tallos, para andar por infinitos rincones donde se espesa el monte antecesor de su volcán a punto de erosionar.
Luego, ya más calmo, me detengo a contemplar su talle, territorio de húmedas fosas donde morir quisiera. Cuerpo, retrato y paisaje de mujer, semejanza divina parecida a la gloria, sinónimo de miles de placeres a donde voy por frutales jugos para saciar mi sed de caminante extraviado en el desierto rojo de su piel.
Nómade vagabundo, perdido y descarriado en la planicie deforme e inconclusa, donde se gesta la vida y late en apresurados estremecimiento lacerada piel, agredida de manos y caricias esperando por el horizonte, confín cercano donde se avienen reiterados espasmos de placeres, allí donde se acaba el deseo, tras llegar de un largo camino de una dulce espera satisfecha para después ir mar adentro, humedecido de saliva y sales, para ascender a las cornisas más elevadas de su carne aun tibia.
Me quedo allí donde desesperada espera por mí; imperturbable a punto de incendiarme, pegado a su piel después que ella desabrocha mi camisa, dejando parte de nuestros cuerpos bebiéndose en el fragor de una incontrolable locura. Descarriado en el ardor de la piel, me detengo, atreviéndome a hurgar más en ella; y en el desbocado deseo de explorar lo desconocido, me atrevo a las profundidades; allí, donde las sombras perpetuaran nuestras culpas
Enredándonos en agitados abrazos, laceramos de furia nuestros cuerpos estremecidos, liberando tabúes encadenados a temores. Exasperamos el silencio y la frágil calma en acelerados latidos, después, en descontrolados gemidos dejamos testimonio de nuestro atrevimiento reprimido.
Entregándonos sin descaro ni culpas sobre transpiradas sabanas, conteniendo, impávidos y desnudos nuestros trajelados torsos. Mientras ágiles piernas aprisionan los deseos en la desmedida locura de sentirnos.
Sin rendirnos, nos atrevimos. El horizonte buscado estaba allí al alcance del placer, en las llamas de un infierno que no cesaba de arder. Cómplices nos dejamos estar para saber y sabernos uno del otro; y aún cansados de todo cuanto dimos, nos disponemos a terminar, dejando pedazos de nosotros en el arrebato final del estremecimiento de un orgasmo, cobardemente postergado.
Después, cuando menguaron las llamas, apenas las brasas comenzaran a volverse cenizas, nos vimos tiernamente, sin prisa; lentamente saboreamos el tibio roció de una dulce y placentera transpiración, donde se confunden lo aromas, en un tibio aliento a flores de una boca ávida y sabedora de caricias y de placeres. Luego, nos tendimos a pensarnos, guardando inútiles palabras, acallando endebles arrepentimientos, nunca liberados.
Me incorporo para examinar minuciosamente el lienzo donde dejé mi obra, aún sudada de cansancios y descontrolada agonía, de ansiedades y murmullos exacerbados, mordiendo los labios, delatando, apenas, la plenitud complacida de dos cuerpos copulando en la bella rabia de los deseos
Después, en la paz recobrada, pereceaban mis huesos y mis músculos. Todavía confundido, me niego a pensar, me sacudo, me despabilo y como un animal satisfecho, decido a partir. Cumplido mis sueños no me atrevo a mirar atrás. Ella se queda allí, donde siempre esperó por este instante, Ahora, un poco menos joven y menos arrepentida, más satisfecha y plena, sin vergüenza ni arrepentimiento. Quizás por eso la quise.
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