Habíamos estado hablando mi hija y yo del tema de los vagabundos pedigüeños. Cada quien tiene sus inclinaciones. Y yo tenía debilidad por un señor maduro muy correcto, de maneras muy amables, que siempre daba las gracias y se disculpaba, le dieran o no limosna.
También le advertía de los fraudes que puede haber en el mundo de la mendicidad.
Ella, desde el sentido agudizado que tienen los adolescentes de la solidaridad, se lamentaba de la realidad de la pobreza y me decía que cuando trabajara de mayor iba a colaborar con alguna ONG para poner su granito de arena en la lucha contra las desigualdades.
Pasó una semana de nuestra conversación cuando un día que mi vastaguita salió a hacer un recado la vi venir llorando por la calle.
Me asusté y le pregunté qué le pasaba.
-Vi al mendigo, mamá. Me fui al supermercado, le compré alimentos y le di la bolsa. Él, emocionado, se puso a llorar.
-¿Y tú por qué lloras?-le pregunté yo.
-Porque mi gesto no acabará con su situación. Mañana todo seguirá igual.
Y yo no supe cómo consolarla y volví a preguntarme por la historia que escondería el mendigo que era nuestra debilidad entre toda la fauna de gente variopinta que pide en las ciudades.