Mientras caía como una piedra desde la azotea de aquel edificio, con la patética y drástica comprobación que su velocidad efectivamente era uniformemente acelerada, tal y como se lo habían enseñado en el colegio, Pedro pensaba que era asunto resuelto que ya no podría concurrir a aquella importante cita. Los veinte pisos que lo separaban de aquella acera se acortaban, se acortaban, se acortaban y en cosa de segundos quedaría estampado en ella con hartazgo de sesos desparramados, sangre por doquier, todos los huesos dislocados y la vida escapándosele desaforada por cualquiera de estos descalabros físicos. En décimas de segundo, él, que no era ninguna lumbrera en cuanto a agilidad se refiere, había llegado ya al octavo piso, sin recurrir a las cansadoras escaleras ni a los estúpidos ascensores en los cuales un tipo con cara de aburrido lo sube a uno y lo baja y lo vuelve a subir y después lo vuelve a bajar. Veía los rostros desencajados de los transeúntes y los automóviles que se agrandaban con espantosa velocidad y pensó en la cita aquella en la que se resolvería su destino. Mientras su cuerpo desarticulado cruzaba como un celaje el quinto piso, pensó que su vida iba a cambiar radicalmente aquella tarde, cuando se encontrase con Mireya, la chica con la cual se había contactado por Internet. A escasos segundos del suelo, pensó como habría sido su relación con aquella muchacha, acaso se hubiesen enamorado profundamente para culminar aquello frente al altar. Cuando su cuerpo estaba a punto de tocar el pavimento, se vio colocando el anillo reluciente en el fino dedo de la novia y antes que el estallido de su cuerpo decretase el fin de su inmolación, vio como los labios de la novia se curvaban para recibir el apasionado beso de la consumación matrimonial. ¡Que penaaaaaaaaa!
Cuando abrió los ojos, se encontró tendido de espaldas sobre el piso de su dormitorio. Pudo ser que la ración de aquel exquisito postre de castañas con crema devorado aquella noche haya influido para que durmiera pésimo, pudo ser que el café estuviese demasiado cargado. O bien pudo ser, lisa y llanamente, que se haya volteado bruscamente en el sueño para aterrizar blandamente sobre la alfombra bouclé. Su esposa, Mireya, se levantó adormilada pero solícita para rescatar a ese hombre que tanto adoraba, de las acuciantes garras de otra pesadilla…
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