Desde hace varias noches, estar ante el papel en blanco me aterra. Pretendo escribir algunas líneas, pero no me gustan. Inicio de nuevo intentando cambiar las frases y dudo en si estará bien o mal elegida tal o cual palabra o si sabré darle el sentido que deseo. De repente, me siento en crisis. Una crisis muy estúpida por supuesto; la cual, aunque trato de tranquilizarme y pensar que es normal que de vez en cuando suceda esto, no deja de hacerme sentir como un gusano desprotegido. ¿Cómo voy a escribir el texto que tengo en mente?... El plan general ya ha sido bosquejado con anterioridad, ya sé de qué quiero hablar y más o menos tengo ordenados los puntos de interés que quiero desarrollar; el problema está, en que ya sentado ante el teclado y puesto a escribir, dudo en si lo haré bien o mal, y ello me paraliza. Lo peor de todo ( o lo mejor, no lo sé), es que esta inseguridad empezó cuando hace tres o cuatro noches vino a visitarme el hombre que se parece al que seré más o menos dentro de unos diez años. Estaba por acostarme, cuando de improviso y sin saber de dónde salió, se colgó de mi cuello aferrándome con fuerza descomunal. Con su aliento agrio, fétido, golpeándome el rostro, murmuró suavemente: “necesito hablarte”. El asco y el susto que me llevé fueron tremendos; pues a menos que estés frente al espejo, no es común ver tu propio rostro a dos cm. de tu cara y además con el cabello completamente blanco, profundas ojeras e incontables arrugas, que me hicieron exclamar para mis adentros: ¡qué viejo estás! ¿Y en eso voy a convertirme dentro de unos diez años?
“¿Qué quieres?”, atiné a preguntar. “Sólo vengo a decirte que no hagas olas, que no te muevas tanto, que quiero que dentro de diez años cuando llegues a esta edad me dejes ver tal como soy ahora: un viejo apacible y monótono, que vive feliz y tranquilo, sin problemas, disfrutando de todo lo que ya viví, de los buenos tiempos, de los recuerdos agradables.”
Conforme aquel ser hablaba, una rabia sorda se me fue acumulando en el pecho. No podía ser cierto lo que mi yo futuro estaba diciendo. Así que tenía que ser yo de cartón, dejarme llevar, no cuestionar, aceptar que la vida es un río manso que nos lleva suavemente y que no debemos agitar. En la semioscuridad miré a aquel ente directamente a los verdes ojos. Atragantado por mil palabras que pugnaban por reventar en mi garganta, se me salieron las de San Pedro y con ellas un hilo de voz: “¡vete a la mierda! No pienso hacerte caso. Quiero ser malo, rebelde, un clavo en el zapato propio y ajeno, que friegue, que moleste, que emprenda cosas, se equivoque y esté vivo, que deje en mi propio rostro la huella de haber apurado cada momento como si no hubiera otro más.” El hombre que se parece al que seré dentro de unos diez años, se rió bajito, luego más fuerte, hasta de plano carcajearse y atragantarse con un acceso largo de tos. Después, sin decir más, se fue. Pero el mal ya estaba hecho, me dejó temblando, furioso, desconcertado... Desde entonces estoy así, dudoso, con miedo de escribir mal... La razón me dice que no debo dejarme vencer, que todo pasará y que mi voluntad rebelde tiene que prevalecer sobre cualquiera otra cosa. La realidad, me dice la verdad, que soy un pusilánime y un mediocre. Y aquí estoy, como al principio, sin escribir prácticamente nada, como perro apaleado, como perro sin dueño, como quiere el hombre que se parece al que seré dentro de diez años: una pobre caricatura para el álbum familiar.
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