Traíamos las nóminas de pago del personal de salud de la sierra. Habíamos resuelto con relativo éxito la primera parte, para la segunda, era necesario cruzar el río; detuvimos el jeep en la orilla y salimos a estirar las piernas; me alejé y vi al “niño” casi metido en el arroyo, a la distancia, parecía una bestia metálica bebiendo agua. su ronroneo aún zumbaba en los oídos. El jeep gruñía como un animal asmático y ardiente.
Hicimos cálculos, e identificamos huellas del paso de los vehículos que habían rodado sobre el vado. Reinaldo accionó una serie de palancas y entró la tracción delantera correctamente. Avanzamos a vuelta de rueda y, a la mitad se fue llenando de agua. El vapor expulsado se hizo denso y nos envolvía la cara mezclándose con el sudor y la ansiedad.
Reinaldo se desordenaba, gesticulaba; se mentaba la madre y, con los ojos desorbitados, le daba ánimos al “niño”. Un sudor lo envolvió, como si él mismo fuera parte del río y estalló.
—Me siento mal doctor.
—Saca la cabeza fuera y respira profundo; yo aplastaré el acelerador para que no se mate la máquina.
Mi pierna izquierda sustituyó a la de él; en el momento del cambio, una avalancha de agua sobrevino y el motor convulsionó dando un gruñido que nos dejó a merced de la corriente.
Vino silencio y después el chapoteo del agua, haciendo olas en el regazo de nuestros cuerpos. Las veía sin poder apartar los ojos de ellas, pero la voz de mi compañero me volvió a la realidad.
—Ya nos llevó la chingada doctor... ya nos llevó.
Poco a poco, veíamos con angustia cómo el agua se balanceaba y hacía perlitas y burbujas que estallaban en espumas.
—Doctor, este río crecerá cuando pardee la tarde, pues al sobrante del agua de la presa que está río arriba la expulsan y, si no salimos, les dará más trabajo encontrarnos mañana.
No se veía nada: el sopor de la tarde callaba el ruido de los vaqueros y hasta el aleteo de las garzas; por más que estirábamos, no se veía ningún cristiano; sólo uno que otro vientecillo que nos llegaba de la sierra. El sol cocía a las piedras, el silencio sesteaba con el ganado, y nosotros goteábamos incertidumbre cada vez que se nos inflaban las venas de la frente.
Una hora después oímos el primer zumbido y, momentos más tarde, apareció un tractor Ford tumbando agua. Eran zancadas sin temor a la corriente; se aparejó al jeep y, sin detener la máquina, nos gritó.
-¿Tiene problemas Doctor?
Se adelantó, amarró las cadenas al chasis del niño y, como a chamaco malcriado, lo sacó de la oreja hasta la ribera.
—¿Todavía te sientes mal?
—Se me fueron las fuerzas, parece que soy de trapo.
—Es por el susto.
—Yo creo que es por el humo chamuscado que desprendió el motor.
—Vamos al pueblo, por ahí debe de haber algo-
Mientras al “niño” lo arreglaban en el taller, Reinaldo y yo nos curábamos el susto con una caña que los lugareños revuelcan con una frutilla para darle un sabor dulzón, y un olor, que se te pega a la boca aún después que ha pasado el trago.
Dice la gente, que sirve para curar fiebres, y los brujos la untan para sacar los sufrimientos de la soledad.
Nosotros la ingerimos y, en cada trago de fuego, nos daba por rescatar de la memoria a los amores lejanos; en el sueño, concluíamos lo que, en el recuerdo, se dejó de hacer.
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