Algo en común
Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, llegó a la terminal de autobuses con suficiente tiempo. Compró su boleto y se sentó en la sala de espera con la intensión de leer un diario, lustrar sus zapatos y ver la gente cruzar mientras llegaba la hora de´partida.
A poca distancia estaba ella leyendo un libro, vestida con unos ceñidos pantalones negros y una blusa color púrpura que dejaba adivinar las formas generosas de su busto. Atenta a la lectura, sus expresivos ojos recorrían con avidez cada párrafo de la obra.
“¡Qué libro no se sentiría halagado con que los ojos de una mujer como ella lo leyera!” -reflexionó Jaime con malicia, impactado con la belleza de la muchacha.
Como no le quitaba la vista de encima, el tiempo transcurrió de prisa. Afuera, los vendedores de periódicos y los taxistas ofrecían sus diarios o el servicio de sus vehículos a los pasajeros recién llegados que sacaban sus maletas de los vientres de las guaguas. El joven observaba lo que ocurría mientras pensaba de qué forma iniciar una conversación con la desconocida cuando abordaran el vehículo.
Y llegado el momento le fue fácil: ella entró y se sentó en unos de los primeros doble asientos; luego subió él y con aire de distraído le preguntó –refiriéndose al asiento contiguo-:
— ¿Está ocupado?
—No. Pase, por favor. –respondió ella, inclinando las piernas para que entrara y se sentara.
Tan pronto lo hizo, él le extendió la mano y se presentó:
—Mucho gusto. Me llamo Jaime.
—Encantada. Yo soy Melba –le respondió la chica, mientras exhibía una sonrisa familiar. De inmediato retomó la lectura.
Con el resto de los pasajeros acomodados en sus asientos, el bus partió; tomó la avenida y posteriormente la autopista que los llevaría a su destino.
Mientras observaba el paisaje desde su ventana, Jaime sonría satisfecho porque la primera parte de su plan había sido exitoso. Esperó paciente que pasaran unos minutos y mientras ella seguía concentrada en la lectura, él miraba de reojo sus encantos.
—Voy para Santiago sin avisar. –comentó Jaime, para iniciar una conversación.
—Ah, que bien. Yo estaré allá de paso, apenas una hora. Hablo con mi padre que me esperará y luego tomo el primer autobús que salga para Puerto Plata.
—¿Vives en Puerto Plata?
—Sí. Estaba de vacaciones pero ya regreso a la rutina.
Hacía un día espléndido. A través de los cristales se observaba el límpido cielo, la frondosa campiña, los extensos arrozales y, más allá, la azul cordillera. Al borde de la carretera, frente a sus típicas viviendas, los lugareños exhibían por montones frutos y vegetales mientras esperaban los viajeros interesados que se detenían para comprar sus productos. Dentro, la conversación fluía entre los jóvenes.
Hablaban sobre temas diversos como viejos conocidos. Ya sabían de sus ocupaciones, aficiones, y de su soltería. También compartieron anécdotas que le hicieron reír de buena gana. Sin dudas había una gran afinidad y atracción entre ellos.
El celebraba para sus adentros la amistad que había logrado entablar con aquella muchacha que apenas una hora antes era una total desconocida. Ella lo consideraba muy atractivo y le cautivada la simpatía de su nuevo amigo.
Sólo una preocupación tenía Jaime Lebrón: las cosas que hacía o le gustaban, se enteró que tenían muy pocas coincidencias. Sus pasatiempos eran diferentes y no le atraían. “Parecería que no tenemos nada en común, -pensó- pero cuando hay amor se salvan todos los obstáculos”.
En una pausa de la conversación, Melba, por frío, cansancio o talvez agotada por la lectura y la conversación, se quedó dormida. Minutos después, sin saberlo, recostó su cabeza sobre el hombro izquierdo de Jaime, quien sonrió complacido ante el fortuito hecho. “Qué duerma todo lo que quiera, que aquí estoy yo para velar su sueño”, pensó el galán, feliz con su cercanía y disfrutando del olor de su pelo.
Media hora después, Melba despertó, sintiéndose apurada con lo ocurrido.
—Excúsame, Jaime. Me quedé dormida. ¿Falta mucho por llegar?
—No es nada, Melba. Y despabílate que ya casi llegamos -dijo él, lamentando en sus adentros que el viaje llegaba a su final.
Y así fue. En pocos minutos el autobús entró a la estación de la ciudad. Mientras esperaban el momento apropiado para descender y recoger sus bultos, ella le propuso:
—Te presentaré al viejo. Ya debe estar aquí.
Jaime pensó para sus adentros: “¡Qué pronto voy a conocer la familia!”.
A partir de ese momento todo ocurrió muy rápido.
—Allí está. –dijo Melba, señalando a su progenitor que se acercaba con una sonrisa que se convirtió en una mueca de sorpresa al ver al joven acompañante de su hija.
Cuando Jaime lo veía acercarse, no supo si reír o llorar. Sobre la alegría y la ilusiones vividas en las dos últimas horas se cernían nubes de dolor y decepción.
Cuando el anciano llegó, el joven dejó escapar una frase que ella apenas entendió:
—¡Ay, Dios mío! –susurró pensando que, contrario a lo que pensaba, sí tenía algo en común con la bella compañera de viaje: !su padre!.
Este se acercó y con timidez abrazó a sus dos vástagos. Melba ignoraba qué relación había entre los dos hombres por lo que, al ver la confianza del saludo sólo atinó a preguntar:
—¿Ustedes se conocen?
—Sí, hija. -admitió el padre-. Te debo una explicación. Tomemos un café mientras les cuento.
Los invitó a la cafetería, donde se dirigieron lentamente...el padre tenso, Melba desconcertada, Jaime cabizbajo.
No había prisa: tenían una hora -en lo que esperaban la salida del autobús de debía abordar Melba -suficiente para hablar del pasado.
Y del futuro también.
Alberto Vásquez.
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