Cogí entonces el hacha que estaba a mi diestra y con su enorme filo atravesé su garganta en un estallido de sangre. Aquellas revoltosas gotas se impregnaron en mi ropa, en mis zapatos y en mi cara; y sólo entonces pude experimentar ese sentimiento de poder, poder sobre otra persona, de saber que de mí depende su vida. Pero al ver como su cabeza rodaba escalera abajo, rebotando escalón por escalón y tiñendo esa blanca alfombra en roja escarlata, supe lo qué era matar realmente; el sólo echo de pensar que esa persona ayer caminaba por la calle, saludaba seres queridos, pagaba cuentas y tenía una esposa e hijos hizo que mi tremenda humanidad cayera de rodillas ante esa alfombra bicolor arrepintiéndome de todo lo que había hecho en ese momento.
Diez minutos tuvieron que pasar para que yo pudiera desviar mi vista de su mano, la que se extendía por el suelo hasta los primeros escalones donde caían incesantemente, una por una, como latidos de corazón, unas gordas y espesas gotas de sangre. Pero no me podía quedar así sin hacer nada, debía esconder el cuerpo y la cabeza, esconder la evidencia, limpiar el lugar de huellas e inventar una coartada en caso de que descubrieran el cadáver decapitado y su cabeza ahora en proceso de putrefacción.
Entonces, inspirando en una de las novelas de Lovecraft se me ocurrió lo que parecía en ese momento como “la idea perfecta”: Esconder el difunto cuerpo de la persona que nombraré como “X”, bajo las tablas del hueco suelo de esa antigua y lúgubre casa, pero por desgracia mía el único lugar donde el piso era hueco era justo a la entrada de la casa. Grande, para nada, por lo que tuve que descuartizar el cadáver utilizando sólo mis manos ya que el único arma en toda la casa, el asesino hacha del que me había desecho hace tan sólo tres minutos para borrar cualquier rastro que indicara mi persona. Entonces poco a poco comencé quebrando y desgarrando sus dedos, sus brazos, sus piernas. Al llegar al tronco, al tórax, ya era tanta la fuerza que había empleado con anterioridad que tuve que ocupar mis dientes para poder romper y desgarrar los huesos y los tendones. Estos trozos de huesos, venas y carne en descomposición los fui poniendo uno a uno en el reducido espacio bajo el tapete en la entrada. Pero pronto comprendí que esa “idea perfecta” era mi propia delación, pues esos trozos de cadáver ya en proceso de necrosis expelerían un fétido olor a putrefacción que señalaría explícitamente el asesinato e identificaría al culpable y nervioso asesino.
Justo en el momento en que me decidí por destapar el agujero y retirar los picadillos de “X” la puerta se abrió súbitamente dejando al descubierto a un pobre hombre con una perenne desesperanza arrodillado frente a ese hoyo con una fracción del cadáver en la mano derecha. Al otro lado del umbral, iluminada por los primero rayos solares matutinos estaba una mujer delgada de largas y preciosas piernas con un vestido rojo y un pronunciado escote con encaje; esta mujer (a la que denominaré sólo como “la amante de X”) en un ataque de pánico y desesperación gritó, pero no pasaron dos segundos cuando yo ya estaba tras de ella con un brazo alrededor de su delicado cuello y el otro con el dedo recto en su espalda simulando una pistola para advertirle que si no se callaba, moriría.
Por fin logré tranquilizarla sólo un momento para que al instante mismo comenzara a gritar nuevamente debido a la sangre del cadáver que yo le había transmitido con mi ensangrentado brazo, pero para ese entonces mi paciencia se había agotado y entre agudos gritos y desesperados zapateos logré empuñar mi mano derecha y con toda la fuerza que me quedaba impulsé mis nudillos contra su cara, pero cuando quedaban sólo milímetros para la colisión entre su delicado cutis y mi rugosa y ensangrentada mano, una punta de acero se incrustó en mi abdomen por mi estómago y mis pulmones hasta que consiguió su libertad en mi espalda junto con unos cuantos centímetros cúbicos de sangre. La desesperante situación me asfixiaba y no podía, por más que intentara inhalar si quiera una pequeña porción de aire, tampoco podía quitar la vista de su mirada, esa mirada fría y siempre sonriente maliciosamente que me persiguió hasta el último segundo de vida cuando por fin cerré mis ojos para producir un nuevo cadáver próximo a convertirse en alimento para los necrófagos gusanos de tierra.
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