El testamento.
José Fernández, un abogado de sesenta y cinco años, preparaba, en ese momento, su testamento.
Desde hacía varios años venía luchando contra un cáncer de piel y los médicos habían sido muy francos con él, le quedaba poco tiempo.
Como buen abogado quería dejar todo en orden sobre todo su testamento.
No era casado ni tenía hijos pero sí otros familiares que durante muchos años lo único que querían de él era que les diera dinero y que en más de una oportunidad los sacara de la cárcel por algún motivo.
José estaba consciente de su enfermedad y más aún luego de haber visitado a su médico y amigo de siempre el cual le dijo que los tratamientos ya no estaban dando resultados y que fuera dejando en orden sus cosas antes de lo que pensaban.
El abogado había tenido una buena vida, no podía quejarse, permaneció soltero por decisión propia aunque alguna vez estuvo enamorado de una mujer muy bonita pero que ya estaba casada.
Tenía amores pero no pasaban de eso, simples amoríos con los cuales no llegaba a nada serio.
Estaba acostumbrado a vivir solo con su ama de llaves, una mujer bastante mayor que se ocupaba de la casa y de él a pesar de vivir en una casa tan grande que fácilmente vivirían cuatro familias en ella sin molestarse.
La abogacía le había dado muchas satisfacciones, tanto que le permitía vivir holgadamente y haber ahorrado mucho en su vida ya que no era ni jugador ni bebedor, sólo se daba algunos gustos tales como viajar y tal vez debido a esos continuos viajes a lugares demasiado soleados fue que dio origen a su enfermedad.
José pensaba que todo no se puede tener en la vida y a su salud le tocó perder.
Ahora, redactando su testamento pensaba que no tenía la menor idea de a quién dejárselo todo pero ni por un momento pensó en dejarle nada a sus familiares, ellos le sacaron bastante durante muchos años y al morir no creía que ellos debían disfrutar de algo a lo que jamás se hicieron merecedores.
Pero como abogado inteligente que era, luego de hacer varios legados a instituciones benéficas, a su secretaria a la que quería como a una hija, a su ama de llaves quien le acompañaba desde tantos años y luego de haber agregado una carta, terminó su testamento, llamó al médico y al enfermero que lo atendían en su casa, les pidió que fueran testigos y que firmaran como tales.
Al terminar, colocó el testamento en un sobre y llamó a su secretaria, se lo entregó y le pidió que lo pusiera en la caja fuerte y que sólo debía ser abierto a su fallecimiento y que debería entregarlo a su abogado personal.
La secretaria, un poco extrañada pues no sabía de la gravedad de su jefe, lo guardó como le indicara diciéndole que pasaría aún muchos años antes de tener que abrirlo.
José sólo dibujó una sonrisa en su rostro y agradeció a su secretaria.
Después de esto y pensando que había hecho lo mejor, salió a dar un paseo.
Visitó algunos museos que siempre por una u otra razón jamás había visto, fue a cenar y luego al cine.
Pensó que estaba muy cansado para manejar y dejando su auto estacionado, buscó un taxi.
Un sábado y a esa hora no era fácil encontrar uno pero por alguna razón inexplicable dejó pasar alguno para parar un viejo taxi manejado por un viejo chofer.
El dueño del taxi, llamado Felipe Arjona, un español de unos setenta y tantos años había tenido uno de sus peores días de trabajo, apenas dos clientes esa noche escuchaba a José que le decía que no quería volver aún a su casa y que le agradaría pasear por la rambla Montevideana en esa hermosa noche de verano, pensando para si que quizá fuera la última y que deseaba ver la luna en todo su esplendor reflejada en el río.
Felipe, como buen taxista, comenzó a charlar con su cliente quien le pareció sumamente amable y simpático.
José necesitaba de la charla de Felipe aunque éste no lo supiera tal vez fuera la última persona en verlo con vida.
Sin sospechar nada de lo que le ocurría a su cliente, Felipe comenzó a hablar de sí mismo, de lo mal que iban las cosas, de cómo luego de trabajar toda su vida la jubilación que querían darle era ridícula, de cómo a pesar de estar enfermo tenía que salir a trabajar para no pasar hambre.
Le habló con mucho cariño de su mujer de cómo vinieron de España hacía de esto más de cuarenta años, de sus hijos, de cómo les había pagado los estudios y de lo orgulloso que se sentía al verlos casados y con hijos a pesar de ser tan pobres como él.
Mientras Felipe seguía hablando, José poco a poco se fue durmiendo hasta que Felipe, luego de un tiempo prudente sin oírlo decidió preguntarle qué debía hacer, si seguía manejando o lo llevaba a algún lugar.
En vano trató de despertarlo, era inútil, José había dejado de existir y Felipe entre asustado y asombrado no sabía qué hacer hasta que pensó que lo mejor sería llevarlo a un hospital.
Allí, la angustia de Felipe iba en aumento, el hombre había muerto en su taxi, no podía irse hata que llegara la policía y eso le llevaría toda la madrugada.
El hombre llamó a su casa, le contó a su mujer lo sucedido y le prometió volver lo antes posible.
Fue una noche muy larga para Felipe no sólo se le había muerto un cliente sino que tras varias horas de trabajo, nadie le pagaría nada pero pensaba que a pesar de todo, él seguía vivo mientras que aquél pobre hombre había abandonado su vida junto a un completo desconocido.
La policía se hizo cargo de todo luego de saber quién era el fallecido pero debía esperar hasta el lunes para entregar el cuerpo a la familia ya que vivía sólo y al ser domingo el día libre de su ama de llaves que se retiraba temprano no tenían con quién comunicarse.
Mucho era el papeleo que debían hacer para buscar a alguien que se hiciera cargo del cuerpo y mientras tanto debía permanecer en la morgue.
El lunes a primera hora llamaron a la secretaria del abogado quien luego de su asombro buscó el testamento y se lo entregó a la policía diciéndoles todo lo que su jefe le había dicho y se hizo cargo ella ya que ningún pariente había aparecido para ocuparse del pobre hombre, se encargó del funeral y del entierro al que muy pocos familiares asistieron.
Apenas unos días después, se notificó a la familia que se abriría el testamento que estaba en manos del abogado personal de José Fernández.
Todos los parientes parecían hacer una fila para escuchar lo que ellos creían, sería muy beneficioso ya que el abogado no tenía a nadie más a quien dejar su fortuna.
Al término de la lectura del testamento, varios parientes, muy enojados abandonaron el despacho, otros dijeron que no estaba en su sano juicio, que estaba loco y que ese testamento no era válido pero el señor Enzo Martí, abogado de José, estaba preparado para enfrentar estos hechos y mostró al juez una carta de su cliente en la cual ponía al tanto los motivos que lo llevaron a hacer tal testamento, dejando a sus parientes fuera de él y pedía que se cumpliera su último deseo al pie de la letra lo que el abogado acató de inmediato.
Ese mismo día, el señor Felipe Arjona recibió en su casa, una carta que decía lo siguiente.
‘’’’’’Sr., señora o señorita, no sé quién es usted pero me imagino que fue el último ser vivo que me vio, sé que le parecerá extraño pero he decidido dejar toda mi fortuna a la persona que estuviera conmigo en el momento de mi muerte, si usted está leyendo esta carta es porque le ha tocado la lotería, espero que sea una buena persona y que sepa administrar lo que recibirá con buen criterio, no se preocupe por mis parientes, bastante me sacaron en vida, la fortuna la hice yo con mis propias manos o mejor dicho, con las debilidades de otros pues sepa usted que soy abogado.
Le deseo lo mejor.
José Fernández.
Omenia.
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