Ella tenía veinte años y yo un chamaco. Su pelo perecía saltar una cuerda cuando subía por los escalones y tenía un lunar arriba de la rodilla izquierda en forma de ala.
Un día le pedí un beso, y ella sólo movió la cabeza, y creí verla sonreír cuando me dio la espalda. La miraba en silencio todos los días. Una tarde me llamó a su oficina.
—Te voy a dar el beso. ¡No soporto tu mirada pedinche!
La veía hacia arriba. Había almendra en sus ojos y una corona de oro en su diente medió. Cerré mis ojos, sus labios en mi frente; por un momento, sentí la decepción y un poco antes de abrir mis ojos para salir corriendo, sus labios encontraron los míos. Soy un viejo desdentado, pero si me toco el centro de mi labio de arriba me humedezco y lloro.