Hace dos años, a sus noventa y un años, mi madre sufrió un accidente y fue sometida a una operación con riesgo de perderse en los territorios de la muerte, no obstante, mientras las flores del jardín de la clínica donde estaba desfallecían, ella, en una danza compleja con la muerte, la hizo huir a otros lugares del planeta.
A los días de haber sido intervenida, perdió el conocimiento; los médicos dijeron que no duraría mucho por su avanzada edad y nos aconsejaron diligenciar los trámites administrativos para su cremación. Mientras los ojos de mi madre se cerraban queriendo apagar el pensamiento en procura de noches mudas en auroras, toda la familia se reunió a su alrededor; y en los pliegues de su alma, intentamos meter todos los recuerdos y pensamientos que nos unían a ella para que cuando llegara a habitar más allá del sol, sintiese que ese era su hogar. Sin embargo, ella ha dado muestras de que el campo de batalla no está en ningún lugar, sino en la mente, y sigue viva y consciente.
Hace un mes, en una reunión familiar, nos dimos cuenta que llevamos dos años preparándonos para su muerte; y en la angustia que ello representa, no nos habíamos percatado de que no estamos preparados para su “supervivencia”. Hablamos sobre ello y constatamos que en nuestro afán porque ella muera en paz, olvidamos que el diseño de cada vida no lo dibujamos nosotros, sino que hay alguien que lo programa, y nos toca sólo tratar de acomodar nuestras acciones e intenciones en concordancia con lo que el día nos va deparando. Olvidamos también que el mundo no se corre, se camina; y el cuerpo del ser humano es sólo la góndola, y el alma es el agua por donde navega.
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