Cada noche lo veía venir con su guitarra en la mano, tenía una dulce voz, de esas que no se olvidan, cantaba canciones de amor al pie de mi ventana.
Cada noche, al terminar su canción, regresaba por el mismo camino que venía.
Sólo, protegido por las sombras de los árboles, se marchaba con la mirada triste, perdida entre los pinos de aquella casa que teníamos al final de la colina.
Detrás de la ventana de mi cuarto, lo esperaba, sola, acurrucada entre peluches gastados cual niña consentida que se sabe mimada y esperada.
Él no me veía, yo si y !qué poder sentía! escuchaba sus canciones y reía o lloraba, según el ánimo del día pero jamás me asomaba, mis padres, al fondo, en su cuarto, no oían o no querían oír, sólo yo tenía el privilegio de escucharlo y así noche tras noche hasta que llegó el día en que no lo volví a ver ni a oír.
La edad de la inocencia había terminado y con ella, el triste fin de un hermoso sueño.
Omenia.
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