Me quedé sin la improvisada filosofía
de nuestras charlas cotidianas.
Tengo mi ruta despojada
de las señales que tus consejos me dejaban.
Alquilé una sonrisa para simular la alegría
que surge, puertas adentro,
cuando las memorias de tus ocurrencias
generan la franqueza de mi risa.
Sigo pagando los intereses de una deuda
que jamás tendré chance de saldar,
que surgió de anteponer mi vida
a tu súplica de acompañarte en tu dolor.

Acomodé delante de mí la silla
donde solías sentarte
para conversar con tu recuerdo.
Convertí las sábanas
impregnadas de nosotros
en el grafitti de tus mejores poemas.
Así logré cubrir el ventanal de mi balcón
para privarme del cielo que contemplamos.
Troqué mi silencio por un gran coraje
que me permita gritar, sin pudor, que te extraño.
Lleno tus copas vacías con las lágrimas
de saberte tan distinto a quien pude conocer.
Busco aprender de los libros que me regalaste cómo dejar de idealizarte.

El espejo donde te reflejabas diariamente
no supo decirme quién eres en verdad.
Aunque hurgo en tus escritos con lupa,
no encuentro la inmensidad de tus engaños.
Mi corazón dice prohibido tocar
hasta tanto no descubra qué daño le hiciste.
Mis ojos viajaron al pasado y no quieren regresar para demorar mi visión de la realidad.
Siento cuando me recuerdas e intentas calmar
los embates de tu alma en otros brazos,
crédulos e inocentes, como alguna vez
fueron los míos, antes de caer vencidos.

Hago musicoterapia con la decena
de canciones que me dejaste
pero no logro recuperar
la melodía de mis días sin dejar
de sufrir tu ausencia.
Espanté a los libros de autoayuda
y los gurúes dicen que soy un caso perdido.
Me reconcilié con mi sueño y
le permito acompañarme durante el día entero.
¿Qué hacer cuando los sentimientos
desprecian la verdad?
¿Qué hacer cuando la memoria
te recuerda que no quiere olvidar?