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Alguien dijo “Belén” y yo imaginé la cuna de Dios (sencilla asociación aprehendida en la escuelita dominical). La descubrí en tercer grado, corriendo más rápido que yo en el recreo.
Tenía el don de ser “la más linda de todas” y veníamos en la misma clase. ¡Cada nene nos enamoramos de ella!, de hecho dos o tres que eran con quienes charlaba y nos sentíamos especialistas en porno porque una vez alguien apareció una revista, vimos un culo en la tele o regularmente escuchábamos a nuestros padres atenderse. Por supuesto, no se opaca en mis memorias el viso de su cabellera castaña y rizada, que de cerquita olía a manzana, a chacra en primavera; y al reír de sus diversiones los pómulos rosáceos achinaban sus pestañas, en esos ojos que solían moverse enormes, siempre observando curiosos tan claros como miel dorada. Por la virginidad del beso no me atrevía a mirar su boca, de amplia y brillante sonrisa metalizada. Sus delantales, uno más noble que otro, tableados, inmaculados como su inocencia misma y ese desplazarse por la vida que seducía sanamente se homogeneizaban formando el coctel de mi primer enamoramiento.

La primera vez que me creí correspondido fue cuando la maestra buena, esa que me preguntaba si quería repetir la leche, organizó un concursillo en el aula. El ganador sería quien presente el dibujo más votado y el premio: una bolsa repleta de caramelos. En fin, a mis compañeritos les gustó mi obrita y a partir de allí admiraban mis dibujos, los cuales yo me ingeniaría para cambiárselos por nuevas golosinas a lo largo del nivel primario.
Luego, cuando la maestra nos mandó formar grupos: Belén se sentó en el banco de junto, y yo como un chorlito o tortolito que se yo, con los pies todavía en las nubes me atreví a preguntarle:
— ¿Será así todos los días?
— Claro que sí — Contestó ruborizada, y le dibujé un corazón en la mano.

Fuera del horario escolar solía verle a veces, cuando iba a jugar con mis primos. Eran vecinos de edificio y nos cruzábamos en las escaleras o, con mayor frecuencia, la descubría en el último piso asomando por la ventana medio cuerpo. No era como en la escuela, de frente nos saludábamos tímidamente y seguíamos nuestro camino; pero cuando nos quedábamos viendo, ella desde las nubes en su departamento y yo en el agujero de las escaleras caracol, en alguna ocasión me animé a inventar muecas con que robarle sonrisas.

La tarde que rompería mi corazón de repente fue presente. En el recreo no pude acercarme y a la hora de hacer grupos disimulé no esperarle. Belén arrimó su banco al de Javi, y más tarde por boca de mi amigo comprendí el abandono. — Le pregunté si quería ser mi novia y me dijo que sí. — Así de fácil, pensé ardiéndome la herida tan real como imaginaria. El año se derrumbaba y la campana dio permiso para largarme de allí, pude reprimir más lágrimas que las fugadas del motín y llegué helado corriendo a encerrarme en mi cuarto. Siempre me pregunto cuánto cambiaría el destino, si yo hubiese tenido la osadía de Javi. Ahora, mientras buscó tesoros en los detalles del retrato grupal de aquel ciclo, con el dedo acaricio su rostro inmutable; por aquella época me había propuesto no hablarle nunca más.

Las vacaciones pasaron como un fin de semana largo.
Volví a la escuela con renovadas expectativas, ganas de conocer nuevos amigos y el deseo oculto de contemplar a Belén. Los meses siguientes la vería de la mano con Javi en los recreos. Mi patético plan de no dirigirle palabra estaba en marcha, bajaba la visera y pasaba de largo como un famoso evadiendo paparazis. Intentaría darle celos enamorando a Sole, la más inteligente del curso, pero si no tuve el valor de enfrentar a la chica de mis sueños, menos me animé a tomar en serio ese tipo de venganza.
Pocos recreos después, mi muy amiga Sole me confesaba su amor por Víctor, el borreguito al que siempre elegían primero para todos los deportes. Le ayude a redactar la carta que perfumó con su loción de princesas y pinté un corazón con sus nombres a fuego, amarillo y rojo de crayón. Además entregué el mensaje, consagrándome de Cupido en guardapolvos; aunque el desconcertado Víctor, con un nuevo avioncito de papel color fuego, no demostraba interés en ningún noviazgo. Y cuando salimos de la escuela esa tarde que el sol llegaba frío, mi muy amiga Sole “llorando en una pata” y notando yo que Belén nos miraba, no dudé en abrazarla camino a su casa, rogando a cualquier demonio que mi rompecorazones padeciera en carne propia los celos del amor.

Según mis cuentas: Belén y Javi anduvieron de la mano todo cuarto grado y la mitad del quinto. No sé porqué, pero al saberlo cierto fue como si la melodía del corazón retomara en mi pecho. Esa noche soñé ser un caballero medieval en su corcel alado que surgía dando vuelta el mundo para rescatar a mi amada de un temible dragón-tigre-perro-monstruo; pero más que nada, mi recuerdo se debe al colchón mojado cuando desperté y mis padres que se oían desde la otra habitación. Aún no hallaba la excusa para volver a hablarle, sin embargo estaba seguro que pronto seríamos felices para siempre.

Una semana antes del 20 de julio, la maestra organizó el juego denominado “amigo invisible”. Uno a uno, fuimos sacando de una caja el nombre del compañero escrito en un papelito y debíamos mantenerlo en secreto. En el transcurso de la semana hacer llegar, a escondidas, un presente al afortunado y al próximo lunes todos descubriríamos quien fue nuestro amigo encubierto.
Yo rogaba a San Antonio que la cuna de Dios estuviese en mi papelito, no obstante para mi sorpresa leí: “Diana”. No era amigo de esa nena y no se me ocurría qué regalar. De haber sido para Belén planeaba declararle mi amor y dibujar un corazón perfecto en alguna cartulina verde como sus moños. Igualmente fui a pedir dinero a mi madre.
Mamá dijo que los tiempos difíciles se solucionan con la facilidad de la imaginación y debíamos ahorrar hasta los centavos. “Economía de guerra” pronunciaba mi padre en cada charla, por lo tanto, busqué entre mis cosas algo que pudiera serme útil.
En ese momento coleccionaba figuritas de esas que traen envueltos los chicles, así que tomé las mejores y diseñando un librito con hojas del cuaderno: ingenié una historieta. Algo así como un comic plagado de clichés. Al final le pegué las figuritas, como si fuera un álbum coleccionable. Pero claro, al ver los regalos de mis demás compañeros me dio calor del feo ser el pobre de la clase. Entonces hice lo que cualquier niño pobre y orgulloso como yo hubiese hecho, esperé hasta último momento con el librito en la mochila deseando que Diana se olvide del juego.

Al regresar del recreo, en la fecha pactada, encontré un sobre dentro de mi cuaderno. Sabía que mi amigo invisible había llegado y parecía bastante sencillo, así que esperé salir de la escuela para descubrirlo. El cencerro campaneó y después del saludo a la bandera quise huir a casa, pero Diana me detuvo. Por descarte intuyó su nombre en mi suerte, igual disimuló, era una niña de buenos modales: — Che, Potito ¿Vos no sabrás quién es mi amigo invisible? Porque mi mamá me compró una muñeca para que yo traiga regalo y a mí todavía no me dieron nada.
— Ah, sí. — Respondí más colorado que la nariz de payaso que llevaba un compañerito, sudoroso, saqué con delicadeza el librito de la mochila y con suma discreción lo deposité en sus manos. Para luego desaparecer a las corridas, tratando de no imaginar la cara de Diana al enseñar a su madre la rareza. Absorto en esos pensamientos entré a casa y me encontré con papá y mamá esperándome ansiosos.
— Hijito, vos sabes que últimamente la hemos estado pasando peor que antes… y tu padre tiene noticias de un mejor trabajo.
— Nos mudamos a Santa Grosa. — concluyó el hombre de la casa. Yo quedé pasmado, como Víctor con la carta de Sole. Arrastré los pies hasta mi cuarto y me encerré bajo llave. Santa Grosa está lejos imaginaba, pero todavía no comprendía cuánto. Tomé la carta de mi amigo invisible y la abrí sin parsimonias. Para sorpresa mía, en la hoja más grande que había visto y sobre un corazón gigante cruzado por una flecha, Belén revelaba su amor por mí.

El éxodo se planeó inmediatamente y en pocos días partiríamos. Dejé de asistir a la escuela, por eso ya no pude hablar con Belén, aunque todos estaban al tanto de mi viaje. Algunos me hicieron llegar sus saludos pero de mi enamorada nada.
Recién alcancé a verla cuando visitamos a mis tíos y primos para despedirnos definitivamente. Yo arrastraba los pies por las escaleras caracol y allí, en su nube propia, noté su silueta como tantas veces asomada en la ventana. Me detuve en seco y nuestras miradas se encontraron después de tanto tiempo. Podrían decir que estoy parafraseando no sé a quién pero todavía pienso que fue el momento más romántico de mi vida. No hubo muecas para hacer reír. Éramos solo niños y sin palabras audibles nuestras miradas hablaron de amor. Comprendimos el adiós, pero me juré que volvería y desapareció de la ventana.
Yo no calculaba que tan lejos estaba Santa Grosa, pero me sentía un caballero en su corcel que no descansaría hasta rescatarla. Sabrá Dios por qué, cuando niños, pensamos que en el futuro todo será posible. De haber sabido que aquella fue la última vez que vería a Belén no hubiese callado, no habría hecho mis promesas al viento, y aunque el destino evite ser transformado, tal vez, habría aprovechado mejor esa despedida.

Santa Grosa resultó inmensa comparada con mi pueblo. Papá se acomodó en su nuevo trabajo y mamá, aliviada de sus preocupaciones, quedó encinta. En la nueva escuela hice varios amigos y mis dibujos comenzaron a destacarse. Regresé al intercambio por caramelos y de a poco me adapté a las costumbres pampeanas. Sin embargo, por más bien que me encontrara, mi sangrante corazón seguía prendado a Belén. Pronto tendría noticias mías. Por medio de un primo que vino a visitarnos envié carta a mis antiguos camaradas. Hablaba de mis nuevos amigos, las cosas que hacía para apurar el tiempo y especialmente dediqué un párrafo a mi amada. Años más tarde, cuando vi el Alto Valle como extranjero, Javi me contó del impacto de mi pluma:
— Cuando la maestra buena preguntó quien quisiera leerla al resto, Belén fue la primera en alzar el brazo. No te imaginas lo colorada que estaba cuando debió decir “y díganle a Belén que todavía la quiero y no me olvido de ella”. Se quedó muda un ratito, y después se animó a decirlo. Jajá tremendo calor… — yo me sonreía imaginándola.

Mi hermanito cumplía tres meses y era el centro del hogar. Yo persistía soñando con mi pueblo, con el glorioso regreso, y la visita de mis familiares para conocer el nuevo Potito me acercaba más al terruño. Ansiaba ver a mis primos y recolectar las novedades de mi antigua escuela. Ya pensaba en escribir otra carta, pero entonces me enteré la noticia que marcaría mi destino para siempre. Desde ese día existe el primer antes y después en mi vida. Todos los planes, que como niño soñé, colapsaron en mi cráneo al saber que jamás estaría junto a Belén.
Ocurrió viajando rumbo a Córdoba, con su familia en vacaciones. Un adelantamiento en la ruta y el catastrófico final que se cobraba la tierna historia de mi amada. Fue la única y eterna ausencia de aquella negligencia con demasiadas victimas… una vez más, sin capacidad de sospecharlo, me rompió el corazón.

La vez que regresé al Alto Valle quise saludarla, aunque apenas tuve valor de llegar hasta la verja del cementerio. Pensé “tan cerca y tan lejos”, y más lejos que cerca he quedado.
En mi vida asistí a pocos funerales y el último fue por un amigo de la secundaria. Hoy opto por no despedir a mis seres queridos, prefiero creer que quizás un día me los encuentre por ahí y todo haya sido una mala pasada, un cuento de la chusma. Con Belén se me hace distinto. Aunque supe demasiado tarde para asistir al velorio, el recuerdo de un amor tan puro la conserva latente en algún rincón dentro de mí.
A veces por las noches me sueño caballero, más bien motoquero, en su corcel, de acero motorizado, irrumpiendo los reinos de la muerte, destruyendo calabozos en busca de mi amada; a quien aún no encuentro pero no dejo de soñar. Por eso he llegado a cavilar que tal vez no esté verdaderamente ahí.
No obstante, el sueño más recurrente es el de nuestra despedida. Yo en la escalera. Ella en su ventana. Las mismas palabras inaudibles en nuestras miradas. Es que de haber advertido que no habría próxima vez no me hubiera callado, no habría hecho mis promesas al viento como si alguien pudiese ayudarme. Jamás he podido confesarle a mi familia que en noches como ésta, ella visita mi almohada… y aunque el destino impida volver atrás, en mis sueños aun cabe tal deseo y continúo con planes de boicotear mis recuerdos…

… entonces piso el último escalón, llego al más alto entre las nubes, golpeo su puerta hasta que abre y cuando quedamos frente a frente, tras robarnos la sonrisa mutuamente, nuestro primer beso acontece y con un corazón latiendo entre mis manos le digo cuánto la sigo amando… y ella no desaparece.

Texto agregado el 12-05-2017, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


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