Caigo libremente esparcida en miles de fragmentos. Desciendo rauda y despreocupada acariciada por el viento. Me dejo llevar por donde él quiera hacerlo. A ratos me mece con suavidad y otras en forma violenta según sea su humor; pero intuyo que es la forma en que quiere llamar mi atención para que le haga caso. No es la primera ocasión en que pretende hacerme la corte. A veces me apenan sus insinuaciones; pero cuando se tornan muy violentas, decido ceder un poco para apaciguarlo y mantenerlo a raya. Entonces, de vez en cuando, viajo con él por un sin fin de rumbos y sitios desconocidos. Las ciudades extrañas e ignotas me fascinan; pero el campo libre e inmenso, abierto, virgen, me embruja; sobre todo cuando semeja un infinito manto esmeralda. Los árboles me enloquecen, así que todas las veces que puedo, me deslizo entre sus hojas y las recorro lúdica y apasionadamente.
Hay un sitio en particular que no puedo resistir: el río, cualquier río, todos los ríos. Tiemblo y me pongo nerviosa como niña a la que están por concederle su deseo más preciado. Cuando miro las aguas de un río correr, me atrapa una ansiedad especial de llegar hasta ellas y fundirme en su caudal, es un sentimiento extraño y único que me hace sentir inmensamente feliz. Como ahora, que las aguas caudalosas del Usumacinta corren rugientes y presurosas mientras me acerco velozmente hacia ellas. Mi amigo el viento se revuelve celoso al percibir mi ansiedad y me aprisiona en un abrazo empecinado, terco; pero eso me tiene sin cuidado, con decisión me deshago de él y me precipito hacia las aguas impetuosas y espumeantes, que ya me reciben como si me hubieran estado esperando siempre.
Fui nube, lluvia que se desgrana. Y ahora que me uno con pasión a estas portentosas aguas, estoy como en éxtasis, inundada de verdadera alegría, porque siempre anhelé esto: diluirme suave, dócilmente, y ser por fin, agua de río que corre.
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