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La llave de la puerta aún estaba prendida de la cerradura, la puerta semiabierta. Dentro de la casa un desorden descontrolado de cajones abiertos, sillas volcadas, ropa en el suelo, y una extraña sensación de tristeza y vacío. Los vecinos tomaron la decisión más sabía, ninguno había querido escuchar nada. El del tercero subió el sonido de la tele cuando les vio atravesar el patio. El portero se alejó a tirar la basura. El coche de la Guardia Urbana que solía recorrer el barrio, esa tarde se encontraba en el taller y sus ocupantes con una misteriosa enfermedad que les obligó a quedarse en comisaria. En la bañera el cadáver y sangre seca del Huaco, el perro sin raza que protegía la casa.


Encontraron la llave en la caseta del portero en el lugar acordado. Luego a la voz del más valiente, subieron los pisos sin necesidad de agarrar las barandillas, orgullosos de ocupar su lugar en la historia. Sin cruzarse con nadie, todo silencio. Era el tiempo de los valientes. En la tercera planta un televisor a todo volumen, ellos mientras subían los peldaños de dos en dos. Había que hacerlo, nada hace más daño a una idea que los traidores. Los que fueron y ahora no son. No, no está bien abandonar a los tuyos. Ellos tenían una misión, liberar al pueblo de la opresión. No se puede poner uno de parte de los opresores, de los que le niegan sus derechos a un pueblo oprimido. El traidor leyendo aquel escrito con su sonrisa displicente, incluso había tratado de ridiculizarlos con sus bromas bufas. Los jóvenes siempre debemos ser la bandera de la revolución lo que nuestros padres no fueron capaces de hacer. Tras la puerta ladra un perro. Las instrucciones eran claras, el daño más importante posible, que durmiera con miedo, qué pensara que podían volver en cualquier momento. Que aprenda que él y gente como él, no tienen cabida en este nuevo país. No queremos matarte queremos que te vayas.

Mario observó por la ventana. Desde la muerte de su mujer era lo único que le permitía estar tranquilo, ver lo que sucedía en su barrio. Su barrio de niños golpeando un balón con porterías de mochilas en el suelo. Su barrio de cuerpos de alquiler, de ropa colgada en los balcones, de peleas de puertas de bar, de esquinas meadas. Su barrio de paredes firmadas en el que los carteros sólo traen malas noticias, de farolas con avisos de cursos de catalán para extranjeros, de solares sin tapiar, de columpios oxidados con jeringuillas y latas estrujadas de cerveza en su derredor. Pero a Mario le gustaba porque allí nada era mentira. La vida era áspera y desagradable, pero no creía que se riera a carcajadas, se llorará, se amará y se viviera en Barcelona con más pasión que en ese barrio de abandonados.

Los vio a travesar el patio. Qué necesidad tenía de decir a los Mossos nada. Quién no sabe nada, nada tiene que contar. Es una de las cosas que aprende uno en el barrio. A no oír, a no ver, y sobre todo a no hablar. En realidad, al Escritor sólo le conocía de saludos en el portal, un abrazo en el funeral de su mujer y el libro que su cuñada le había regalado en Sant Jordi. Agudizó el oído y oyó el crujir de la madera de las escaleras del primer piso. Deben ser unas diez personas calculó. Ni siquiera sabía lo que estaba viendo cuando subió el volumen de la televisión al máximo.

Era su casa, pero podía ser cualquier casa. Era su vida, pero no se sentía más ultrajado, que el día que le dijeron que podía pensar lo que quisiera, pero con las opiniones que tenía era mejor que no las expresara. Que le apreciaban pero que había otros dentro de la dirección, que consideraban mejor no seguir contando con él. Que no era conveniente ir contra los tiempos, le dijeron de forma paternal. El escritor dejó la caja de comida para perros en el suelo al ver la puerta medio abierta ni siquiera se fijó en las llaves prendidas en la puerta, la empujó levemente y entró. Hacía tiempo que el miedo que sentía era inferior a su tristeza. Nunca quiso abandonar su barrio cuando las cosas le fueron bien. Sus amigos de infancia, se dividían en presidarios, toxicómanos y algunos afortunados que ahora vivían en Mataró o Cornellá. Él era fiel a su barrio como a su perro mestizo. Soltero por efecto de su amor al alcohol de una barra de bar y a la noche de mujeres fugaces de cama desecha. Tardó un tiempo en darse cuenta del silencio cómplice.

El silencio entre el desorden de libros desencuadernados, muebles y vajillas rotas. Le temblaron las piernas al ver la bañera. El aplomo se hizo triza, tuvo que agarrarse al toallero para no caer. El cadáver de Huaco. Gritó y maldijo. Acarició su lomo desfigurado por los golpes y lloró.

- Al perro ese hay que matarlo. Siempre después de la muerte del perro se doblegan. Se hunden- El perro gruñía detrás de la puerta…

A pesar de la tele, se escuchaba ladrar a ese maldito perro. Volvió a tocar el mando, pero no podía ponerse más alto, el perro ladraba más y más fuerte. Ahora unos gritos y hasta seis golpes secos contó. No, no quiero oír nada- se dijo Mario. Ojalá hubiera desarrollado una sordera- se repitió. Es curioso cuando menos quieres oír algo más se agudiza el oído. Se recostó en el sofá cuando se dio cuenta que nadie ladraba ya. Ahora el ruido era de cajones, sillas volcadas y platos rotos.

No se dio cuenta de que el maldito chucho había dejado de ladrar, hasta que le había dado el sexto golpe en la cabeza. Sintió que las piernas le temblaban todavía, su corazón no paraba de latir, por un momento pensó que el perro le podía haber mordido. Sonrió al dejar el cadáver del perro en la bañera, el escritor nunca más se podría volver a duchar sin recodar el precio de la traición. Relajó la adrenalina rompiendo con la maza el cristal del espejo del baño, allí nunca más se volvería a mirar el Traidor- se dijo.

Mario escuchó primero un gritó y luego unos sollozos en el piso de arriba. Mario por segunda vez el mismo día volvió a poner la tele a su máximo volumen.

Texto agregado el 07-05-2017, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
08-05-2017 Muy bueno JULIANDRES
 
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