Este texto no me deja del todo satisfecho. Veo con tristeza que le faltó jocosidad.
Siempre es bueno tener amigos, buenos amigos que te ayuden cuando estás en aprietos. Acudí al teatro para ver una representación del Fausto, de Goethe. Entregué mi boleto comprado e impreso por internet y entre a la sala; estaba casi vacía, sólo algunas esporádicas butacas se hallaban ocupadas. Me extrañó observar que los pocos asistentes llevaran puesto traje negro y sombrero de copa. ¿Habría alguna razón especial para ello? ¿De qué me había perdido?... Pocos minutos después anunciaron la tercera llamada; me inquietó que el teatro siguiera semivacío, nadie más había llegado. Se levantó el telón y en el desnudo escenario carente de escenografía, apareció un hombre moreno vestido de riguroso frac y tocado también con un sombrero de copa.
-Buenas noches, estimado público. Les comunico que la función de esta noche será excepcional y que dejaremos al buen Fausto para otra ocasión, ya que hoy tenemos a un invitado especial-. Y señalándome, pronunció mi nombre. Sorprendido con aquello, sólo atiné a quedarme muy quieto y expectante. ¿El invitado especial, era yo?... Los pocos espectadores aplaudieron con entusiasmo y gritaron vivas poniéndose de pie. No tuve más remedio que incorporarme y agradecer. Entonces se quitaron el sombrero y pude ver que cada uno de ellos lucía sobre la parte alta de la frente un par de cuernos magníficos, negros, relucientes. Aquellos seres eran diablejos, que comenzaron a acercarse rodeándome.
-Es un verdadero honor tenerlo hoy aquí, querido amigo. Usted ha sido elegido por unanimidad para ingresar sin escalas ni retrasos, directamente en el averno.
Varios diablejos con sus trajes impecables, me asieron por brazos y piernas, mientras yo me resistía a ello y forcejeaba, gritando ferozmente para que me soltaran. Me subieron al vacío escenario y pude ver aterrorizado, una insondable fosa rectangular tan grande como una alberca, donde imperaba la negrura y un lejano resplandor rojizo. De pronto, el fondo fue haciéndose paulatinamente nítido y rojo; enormes lenguas de fuego ascendían liberando un calor ardiente y nauseabundo. No sé por qué razón, pude observar entre las llamas, sombras lloriqueantes que aullaban dolientes en espantosa confusión.
-Adelante, amigo, el lugar es todo tuyo-, dijo el hombre del frac, que de inmediato supuse era el mismísimo demonio.
-No grites, no luches, no te cagues de miedo. No existe ninguna esperanza para ti.
Entonces, sin piedad, los diablejos me arrojaron a la fosa; mientras caía, pude oír las carcajadas satisfechas del demonio y sus diablejos. ¿Qué mal había hecho yo, para obtener este castigo?... Es cierto que bueno bueno, no era, pero…
Caí sin remedio, fue un golpe tremendo, pero no sentí dolor ni sufrí lastimadura alguna. Las llamas y las sombras dolientes aullaban a mi alrededor. Estaba asustado, enloquecido. Fue en ese preciso instante cuando escuché la voz:
-¿Qué hay de nuevo, doc?... No te preocupes de nada, dame tu mano, yo te sacaré de aquí.
Sin pensarlo, así el brazo de aquella voz que me daba esperanza y prometía salvación. Como si mi cuerpo no pesara, me levantó con pasmosa facilidad y ascendimos por el aire como dos livianas plumas de ave. Fue entonces que reconocí a mi salvador: Bugs Bunny, el conejo de la suerte. Sus largas orejas, saltones ojos y grandes dientes, eran los mismos de las caricaturas y tiras cómicas. Se miraba tan tranquilo y despreocupado como siempre. En su otra mano, no faltaba siquiera la cotidiana zanahoria mordida. Estuvimos a salvo en unos segundos, lejos de aquella fosa infernal y el teatro maldito.
-Gracias, amigo-, atiné a decir.
-¡Ah, no fue nada, viejo! ¡Así que adiós, doc!
Y se fue, dejándome incrédulo y con los nervios destrozados, por la aventura vivida. No atinaba a discernir si toda aquella locura era cierta o no. Decidí no pensar más en ello ni contar nada a nadie de todo lo sucedido. Interiormente, sólo murmuré: “Adiós y gracias, doc”.
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