«Como gasto papeles recordándote
como me haces hablar en el silencio
como no te me quitas de las ganas.»
(Silvio Rodríguez)
Ese martes por la tarde, caminé por Corrientes desde 9 de Julio, buscando aquel café, del que tanto me habló.
Caminé con las manos escondidas en los bolsillos de mis pantalones bombachos, con el ceño fruncido y mi espíritu en rebeldía. Con la furia aún ardiente sobre la no concreción de todo aquello que alguna madrugada nos dijimos y que me hizo volar hacia distintas ciudades; sobre el sonido de su voz que, con tantos años después, aún me latía, en el afán por encontrarnos.
Y me detuve en Montevideo, apretando entre los labios el alma (en la esquina, frente al café La Paz) y busqué... Busqué a través de los vidrios su espalda, su risa, su silueta montada sobre alguna silla, la sombra de las seis de la tarde en contraste con sus hombros, un cigarrillo arropado entre sus dedos... Lo busqué, busqué y busqué...
Lo busqué como siempre, con el mismo resultado...
Y volví la mirada sobre la ancha avenida mordiendome los labios y apreté los ojos con resignación.
Buenos Aires, el café y mi amor seguían intactos, tan intactos como su detestable ausencia, mientras yo me convertía en una hembra furiosa inventándose dos o tres historias por mes para no olvidarlo; calcando sobre mis paredes internas las conversaciones que nunca tuvimos, dibujando todo aquello que, quizás, un día, le diría comiéndome sus ojos.
Llevo años sosteniendo esta libélula - me repetía bajito.
¿Para qué? o ¿Por qué?
No lo sé.
No me lo preguntaba, no me lo pregunto.
Sólo atiné a imaginarlo caminando del otro lado de la calle, jugueteando con sus dos nuevos comienzos, sus nuevas historias.
Sin mi.
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