La iglesia abre las puertas a las 9. Entonces, me espera el padre Muñoz para ayudarle a limpiar los vitrales gastados, los bancos con polvo, limpiar los pisos con poett, y dejar todo listo para la clase de catequesis al mediodía. Siempre llego a las 8:45.
Desde la escalinata, contemplo el día. Las nubes taparon el sol, y la temperatura disminuyó. La comisaria cruzando la plaza se ve desierta, solo un patrullero está estacionado en la calle. La plaza corre el mismo destino, solo el viento mece levemente un columpio mal aceitado. El padre abre las puertas, y entro.
Comienzo la limpieza por el vitral de Miguel. A través de él, veo una figura negra de espaldas a mi caminando por el camino central de la plaza. Se acerca a un banco, y antes de sentarse, mira a la iglesia. Dos extrañas protuberancias sobresalen de su sien.
Salgo a mirar mejor, y veo a un hombre sentado con una mascara de conejo, que me devuelve la mirada. Escucho un suave murmullo inteligible, y doy media vuelta, para buscar al padre Muñoz.
Lo encuentro arrodillado, con la cabeza apoyada en sus manos entrelazadas, en el primer banco a la izquierda del altar. Vuelvo a salir, y el conejo sigue ahí, mirándome. Bajo la escalinata, y cruzo la plaza por la izquierda.
Llegando a la mitad, entrando a la plaza por la esquina, veo a una mujer, también con una mascara de conejo, caminando en dirección a un banco del centro. Giro para volverme, y atrás mio veo a otro hombre con mascara de conejo, también caminando hacia el centro desde donde estaba. En las otras dos esquinas restantes, otro hombre y otra mujer.
Corro hasta la comisaria, mientras las mascaras de conejo me siguen con la mirada, cruzo la calle sin mirar y empujo la reja principal. Entro al edificio. El rumor del murmullo se escucha fuerte en los pasillos de la comisaria. En el escritorio principal, del oficial Arconte, encuentro un formulario de cambio de domicilio a medio llenar.
Me avalanzo sobre la puerta de entrada, y me tropiezo con una taza caliente y vacía.
Veo que ya no puedo ver. Mis ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad, y de a poco, hacen foco en la iglesia. Todas sus luces están prendidas, incluidas las del altar. Las calles, sin autos ni gente, inhertes. Miro mi reloj, que marca las 9:17. Me levanto como puedo, y cruzo a los tumbos la plaza.
Mientras corro, cuento el número de mascaras que veo. Son 16 en total. Escucho el murmullo, cada conejo produce un sonido parecido al roer de una zanahoria en los dientecitos delanteros del animal.
Desde el centro de la plaza, veo salir del ala principal de la iglesia una figura con mascara de conejo y una túnica de predicador. Su voz suena ronca, segura, como voz que oficia la misa los domingos. Se suma al murmullo general, que sigue durante unos 5 minutos, zumbando a alto voltaje.
Los conejos se paran, y el murmullo cesa. Cada uno emprende camino hacia desde donde había llegado, y las luces de la iglesia se apagan. El cielo se despeja, y la suave brisa vuelve con él. Ahora soy yo el que se mece levemente, rodeado de pasto, en el centro de la plaza. |