El cerebro presionaba contra su cráneo. Había aguantado todo lo que pudo, pero el hecho de estar rodeada por aquellas extrañas criaturas acabó por destruirla. Entonces huyó, corrió entre centenares de edificios, corrió durante horas, hasta que el cemento se convirtió en pasto, hasta que el sol resurgió, solo se detuvo cuando sus pies se negaron a avanzar. Las lágrimas que habían quemado su piel ya se habían secado, pero el odio la seguía torturando. Habría querido seguir alejándose pero de sus pies emergieron largas y tibias raíces, que se enterraron en aquella tierra y la obligaron a quedarse. Deseo tanto irse, intentó cortarse los pies, destruir sus piernas. Comenzó, entonces, a sentir que el cuerpo le quedaba apretado y aquel enloquecedor dolor de cabeza la atacó. Aguanto, una vez más, hasta estallar. Pedazos de su cráneo volaron por los aires y, al sol del atardecer, su cerebro salió expulsado del resto de su cuerpo. Pudo así alejarse. Dejando todo atrás, pero sin lamentarlo. Jamás extrañaría aquel cuerpo extraño que la había condenado a la vida, no extrañaría nunca el ruido que percibían sus oídos, ni el humo que respiraba día a día. Y a esos horribles seres, a ese otro tan diferente a si misma, no lo recordaría.
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