12:15 am
No fue el sonido en sí lo que me despertó, sino la incoherencia del momento en que lo escuché. Se fue colando lentamente en mi sueño, hasta que no pude discernir si lo imaginaba o si lo escuchaba, entonces supe que estaba despierto. Después de vivir tres años en nuestro apartamento, conozco muy bien el ruido que hace la bañera mientras se está llenando de agua. Es un especie de eco que se puede escuchar en toda la casa, sobre todo cuando está en silencio. La habitación estaba oscura y todavía me costaba mantener los ojos abiertos. Por un minuto permanecí en la cama, tratando de organizar mis ideas y de planear mis próximos pasos por orden de urgencia; había repasado la situación miles de veces en mi cabeza pero ahora, dadas las circunstancias, necesitaba un poco de tiempo extra para comenzar a funcionar.
Abrí la puerta de la habitación y, a pesar de no haber salido aún de ella, la luz del baño me encegueció. Nuestro apartamento de 45 metros cuadrados está distribuido de tal forma que, si me paro frente a la puerta principal, puedo ver todas las habitaciones. Siempre me pareció una cueva pero con el tiempo me llegué a acostumbrar. Mi esposa estaba inclinada sobre la bañera, con una mano tanteaba el agua y con la otra abría y cerraba el grifo del agua caliente buscando la temperatura perfecta para meterse, la cual imaginé que serían unos 50 grados centígrados; de verdad es increíble como puede bañarse con el agua tan caliente, a veces cuando termina de ducharse no puedes ver nada en el baño por el vapor.
– ¿Te has tomado el tiempo? –le pregunté todavía con los ojos medio cerrados.
–No, pero ya son mucho más seguidas –respondió quitándose la ropa–, leí que si entras en agua caliente y vienen más fuertes, es porque ya es el momento.
Busqué mi teléfono celular que siempre dejo sobre mi mesita de noche cuando duermo, me senté al borde de la bañera y le dije:
–Cuando venga la próxima avísame que yo mido el tiempo.
―¡Pues ahora! ―me dijo ya en el agua.
No se exactamente cuanto tiempo estuve con ella en el baño, pero algo estaba claro, el niño venía en camino.
Lo primero que hicimos fue llamar a la clínica como se nos había dicho en el curso pre-padres al que asistimos; un fin de semana completo rodeado de parejas de distintas edades y personalidades, con las mismas preguntas e inquietudes, escuchando a una mujer contar los detalles de cada singular situación en la que había participado por mas de 20 años como partera. Con un tono de voz calmo y suave, hablaba tanto que no decía nada. Al final, a excepción de quizás un par de cosas (una de las cuales era llamar a la clínica), volvimos a casa con la sensación de haber perdido el tiempo.
Mi esposa le explica la situación a la persona que atiende el teléfono, y esta le dice que lo mejor es que vayamos inmediatamente para que sea ingresada. No tuvimos que hacer mayor trabajo pues mi esposa había preparado un més atrás una maleta con todo lo necesario para la estadía en la clínica. Hacía mucho tiempo que quería tener un hijo y eso había sido un asunto de mucha discusión entre nosotros. Mis alegatos eran claros y concisos, a veces emocionales, a veces lógicos. Los de ella eran nobles, francos... humanos. El convertirse en madre era, según sus propias palabras, lo que más quería en el mundo. A pesar de ser ocho años menor que yo, su madurez y su aura maternal, me superaban. Trataba de hacerme entender su sentir, pero siempre dentro de su inocencia y con su dulce manera de decir las cosas. Los días sin consenso se hacían eternos, y el sonido apagado de su llanto disimulado por el caer del agua en la ducha, me carcomía el alma. No puedo decir con seguridad por qué la idea de convertirse en padre asusta a algunos hombres, solo sé que, en mi caso, era una especie de urgencia por seguir en control la que me detenía. Me repetía a mi mismo, infundadamente, que era más lo que iba a perder, que lo que iba a ganar.
A pesar de esto me sentía culpable por el hecho de no dar ese último paso pues, si no lo hacía, ¿Qué sentido tendría entonces seguir con mi esposa? No es que quisiera separarme de ella pero, ¿Cómo podía negarle el derecho de ser madre y vivir la más hermosa y natural de todas las experiencias por vivir para una mujer? ¿Sería posible que le hubiera hecho perder todos los años que pasamos juntos? Era claro que la situación me superaba y que, en realidad, aquel efímero control que tanto temía perder, nunca llegó a ser mío.
2:11 am
Cuando llegamos a la clínica fuimos recibidos con mucha amabilidad por dos parteras que se presentaron por nombre y apellido. Ya conocíamos las instalaciones porque durante el curso de pre-padres nos habían dado un “tour” por todo el lugar. Era un sitio bastante tranquilo y silencioso para ser una maternidad. Largos pasillos con barandales de madera, en ambos lados, colocados a la altura de la cintura para ayudar a caminar a las pacientes, paredes blancas adornadas con enormes cuadros de animales y sus crías, y una que otra fotografía de niños pequeños desde distintas posiciones; todo adornaba el largo camino que debíamos recorrer hasta nuestra habitación, que era la última del pasillo. Estaba reservada para nosotros, pues mi esposa se había inscrito semanas atrás para tener un parto en el agua, y esta era la única que tenía una bañera especial para dicho procedimiento.
La habitación era muy grande. Estaba ubicada en una de las esquinas del edificio. Las dos paredes que daban hacia la calle eran casi en su totalidad ventanas. Las cortinas, tipo corredizas, llegaban hasta el suelo y eran de color verde grama. Habiendo sido diseñada en honor del equipo de fútbol local, la habitación tenía, justo detrás de la bañera, un muro de color amarillo con lo que parecían ser las firmas de todos los jugadores en color negro.
La cama también era de color amarillo, lo suficientemente grande como para que mi esposa y yo pudiéramos acostarnos juntos en ella. No tenía sábanas, solo había una especie de almohada azul en forma de “V” y una colcha absorbente, como las que se colocan sobre las mesas para cambiar a los bebes.
La bañera, también amarilla, tenía varias salidas de agua y dos escalones para poder entrar. Era pequeña, como para una persona. Justo encima de ella colgaba una enorme tela del techo. Esta estaba amarrada sobre sí misma con un gran nudo al final de tal forma que, sin llegar a mojarse, estuviera al alcance de la mano de la persona dentro. Todos los aparatos y monitores médicos, de alguna forma se camuflaban con la habitación. La armonía decorativa era tal, que a veces me daba la impresión de estar en un hotel.
Las dos parteras que nos recibieron al llegar vienen a chequear a mi esposa. A pesar de que las contracciones no se muestran como tal en el CTG*, pueden ver por el aumento de las pulsaciones en su ritmo cardíaco, que en efecto las tiene. Es entonces cuando le hacen su primer “tacto vaginal”, lo cual consiste en que la partera introduce los dedos índice y medio en la vagina hasta alcanzar el cuello uterino, los entreabre como si fuera un compás y, guiándose por su experiencia, determina en pocos segundos cuántos centímetros de dilatación tiene la paciente.
―Dos centímetros ―dice quitándose el guante de la mano―,
ya pueden pasar con la doctora para el ultrasonido.
4:20 am
Una doctora bastante joven mira el monitor mientras desplaza gentilmente el pequeño transductor sobre la barriga de mi esposa.
―Y... ¿dice que quiere parir en el agua? ―le pregunta a mi esposa con un tono casi imperceptible de sarcasmo.
―Bueno esa es la idea ―responde ella mirándome con una sonrisa en los labios. Yo se la devuelvo.
―El niño pesa entre 3,5 y 4 kg, y mide unos 50 centímetros... con ese tamaño yo lo veo muy difícil, incluso para un parto normal, puede ser que pasen muchas horas.
Mi esposa y yo nos miramos un poco desconcertados. Esa fue nuestra primera desilusión del día. Por desgracia no sería la única.
―Nos vemos otra vez esta noche ―dice la doctora mientras se despide, sonriendo con aire de triunfo.
Mi esposa le da las gracias apoyándose en mi brazo mientras salimos del cuarto. Esta vez yo no sonrío.
Ya de nuevo en la habitación, una de las parteras le sugiere a mi esposa entrar en la bañera, de manera que se pueda ir adaptando a la sensación del agua durante el proceso de parto. Mientras se llena, esperamos a que pase otra contracción, y luego la ayudo a desvestirse.
Unas de las cosas que más nos llamó la atención en el curso de pre-padres, fue la increíble estadística de que solo el uno porciento de las mujeres que quieren parir en el agua, lo logra. El resto debe salir y tener un parto normal. Por más que nos dijimos que íbamos a engrosar un poco ese pésimo promedio, a los pocos minutos de estar mi esposa en el agua, descubrimos, o mejor dicho descubrió ella, que tal cantidad de cambio de planes tenía su razón de ser. Al parecer no había posición en la cual pudiera sentirse cómoda y, con la intensidad de las contracciones, el estar dentro de la bañera se hacía insoportable.
Ya vestida, y de nuevo en la cama, le colocan Buscapina* vía intravenosa para relajarla. Me dice que cuando llegue el momento lo intentará de nuevo en el agua, que todavía no se rinde. Le digo que quizás con los dolores de parto ya no sea tan difícil porque, bueno... solo se puede tener UN dolor más fuerte que los demás, pero que al fin y al cabo es su decisión.
―Trata de descansar un poco porque lo vas a necesitar ―le digo mientras me quito los zapatos. Le doy un beso en la mejilla y me acuesto junto a ella. La falta de sueño me reclama y no tardo mucho en dormirme.
7:25 am
Una cálida luz blanca se colaba a través de las largas cortinas verdes grama que rodeaban parte de la habitación. Los monótonos sonidos provenientes de las máquinas que monitoreaban, constantemente la evolución del proceso de parto, se hacían cada vez más claros en mi cabeza, como un recordatorio del por qué estábamos ahí. Habré dormido unos cuarenta minutos, aunque me sentía bastante descansado. Mi esposa estaba despierta. Dudo que en realidad haya dormido.
Dos parteras del turno de la mañana entraron y se presentaron, también por nombre y apellido, como lo habían hecho las otras dos que nos recibieron en la noche. En aquel momento pensé que era una esporádica cordialidad fruto de la hora o de las circunstancias, mas ahora sé que es una formalidad rutinaria.
Luego de corroborar que todo seguía en orden, nos informaron que la cafetería ya estaba abierta y que podíamos pasar a desayunar cuando quisiéramos.
Nos pusimos algo de ropa y fuimos a el comedor que estaba en nuestro piso. En realidad era una habitación pequeña acondicionada para tal fin. Tenía un par de mesas, algunas sillas, un lavabo y un mueble grande sobre el cual estaba la servida comida.
Diferentes tipos de pan, cereales, jamón, quesos, jugos y café. Ese era el menú oficial de los desayunos. No había mucha gente en el lugar, por lo que decidimos sentarnos a comer allí mismo.
Al terminar, caminamos un rato por los pasillos de la clínica. Cada cierto tiempo teníamos que parar por las contracciones, y los barandales de madera cobraban entonces una importancia superlativa. Poco a poco el ambiente se hacía más movido. Habían otras mujeres que también caminaban; otras, sentadas frente a una televisión ubicada en un pequeño espacio con sillas y una mesa con revistas, amamantaban a sus bebés recién nacidos. De vez en cuando veíamos correr a alguna partera de una habitación a la otra, pero no era muy común. Dimos unas tres vueltas y volvimos a nuestro cuarto.
11:56 am
Las contracciones eran ya más largas y recurrentes. Mi esposa, parada frente al lavabo, se apoyaba con ambas manos sobre este mientras “bailaba” alternando cada pie en un movimiento oscilante sin cambiar de posición. Yo, a su lado, le frotaba con una mano la base de la espalda hasta que me cansaba, entonces me cambiaba de lado y seguía con la otra mano.
Otras dos parteras entran a la habitación, esta vez junto con dos doctoras más. A ninguna de las cuatro las habíamos visto antes. Luego de las respectivas formalidades, una de las doctoras (la cual se veía todavía más joven que la que nos hizo el ultrasonido) procede a hacerle un segundo tacto vaginal.
―Yo diría... entre siete y ocho centímetros ―dice sonriendo, con los dedos todavía dentro de mi esposa.
―¡Digamos entonces ocho! ―digo yo tratando de contagiar mi optimismo a los demás.
―Digamos siete ―me refuta la doctora ya más seria, con tono conciliador.
La sonrisa de mi esposa choca con la mía en un espontáneo cruce de miradas.
―¿Entonces puede ser que nazca como a las cuatro de la tarde? ―pregunto todavía mirando a mi esposa (sabiendo que diez centímetros es la apertura ideal para que nazca el bebé), esta vez trato de disimular mi entusiasmo.
―Pues sí, más o menos a esa hora puede ser ―responde la otra doctora.
Una de las parteras sugiere llenar la bañera otra vez para que mi esposa intente de nuevo parir en el agua. Ahora todos sonreíamos. Una incorpórea ráfaga de positivismo nos llenaba los pulmones al respirar. Quizás, después de todo, sí podríamos vencer aquella fatídica estadística.
Un parto en el agua fue algo que mi esposa siempre soñó tener, incluso antes de estar embarazada. Siempre lo comentaba con una alegría que contrastaba con mis sentimientos, aunque yo nunca se lo decía. Tiempo después de nuestra última discusión por el tema, pensé mucho en ello y le escribí una carta diciéndole que la amaba y que si ella todavía quería, yo estaba listo para dar el último paso y formar una familia. La verdad no lo estaba, pero pensé, a fin de cuentas... ¿quién realmente lo está?
Por algún tiempo lo intentamos, pero no tuvimos éxito. La ginecóloga decía que era normal y que debíamos tener paciencia, aunque yo experimentaba un clandestino alivio cada vez que mi esposa salía del baño con una sola línea. Me había quedado atrapado en mi propia inmadurez y no encontraba la forma de salir. No me atrevía a decirle lo que sentía por miedo a herirla, pero algunas cosas no pueden ocultarse para siempre. Una tarde, sentados en el suelo al pie de la cama, un “todavía no estoy seguro” había roto el pseudo-hechizo en el que ambos trabajábamos juntos, esperando en secreto resultados diferentes. Sin darme cuenta, había pasado ya un punto de no retorno. Era imposible regresar por el puente que yo mismo había construido, sin destruirlo tras de mí.
Aunque una frágil tregua había sido pactada con la firma del “vamos esperar un poco más”, su regreso de casa de unos parientes vino acompañada de mi tan temida segunda línea. Como suele obrar la providencia, llegó
justo cuando dejamos de buscarla. Mi reacción ante aquella noticia fue, no me apena ahora decirlo, la de un cobarde.
Todas las cosas que había dado por sentadas en mi vida, se derrumbaron como un castillo de naipes. Me quedé sentado, sin poder articular palabra. Casi como si me hubiesen sentenciado a muerte. Después de varios minutos de buscar una respuesta en el suelo de la sala, mi esposa, viendo mi estado y ya harta de esperar, se levanta del sofá y justo antes de salir me dice:
―Quién sabe, en las primeras doce semanas hay hasta un 20% de probabilidad de aborto espontáneo, quizás tengamos suerte...
Eso era lo último. Aquella frase fue la bofetada final. Es curioso, yo siempre me consideré una persona madura, y aunque mi mayor miedo era el de convertirme en padre, no fue sino hasta esa noche que comprendí lo que significa ser un hombre.
1:35 pm
Mi esposa y yo seguíamos en nuestro baile privado para sobrellevar los dolores, pero aún eufóricos por lo rápido del proceso. Al fondo, el sonido de la bañera llenándose se confundía con la música que sonaba de uno de nuestros dispositivos electrónicos, el cual habíamos destinado para esa tarea; otro artilugio para lidiar con los dolores de parto, que por momentos parecía funcionar bastante bien.
Esta vez entran dos parteras, algo mayores y no tan sonrientes como las anteriores. Presentaciones formales, “small talk”, lo usual. Les comentamos que la doctora anterior nos dijo que mi esposa tenía ya 7cm de apertura, sin embargo, una de ellas insiste en hacerle otro tacto vaginal. Mientras lo hace, noto que esta vez se toma un poco más de tiempo y trato de leer la expresión en su rostro, pero mientras más lo hacía, menos quería seguir haciéndolo... era un mal presentimiento, ahora lo se.
―Yo diría unos cuatro centímetros ―dice mientras sigue tanteando.
Me cuesta mucho encontrar las palabras precisas para describir una sensación como de vacío que aquella sentencia provocó. El silencio que siguió a tan anómala e inexplicable conjetura no era más que un ruego, una esperanza secreta de que tantos años de experiencia concedieran, aunque fuera solo por esta vez, un pequeño error de cálculo.
―La verdad es que no sé que pudo haber sentido la doctora, ―dice ya quitándose el guante― pero usted tiene, máximo, cuatro centímetros de apertura.
Todo lo que habíamos leído en internet, las horas de videos, los libros, las consultas médicas, las conversaciones con otras madres, los cálculos estadísticos, las opciones de parto y, por qué no decirlo, nuestras ilusiones... todo se fue junto con los tres centímetros de más que la doctora anterior erróneamente había sentido. Ese momento condicionaría el resto de la experiencia, y de alguna manera, también de nuestras vidas.
No había ya nada más que preguntar, ni que decir. Era lo que era. La sonrisa de resignación de mi esposa mientras se colocaba de nuevo la ropa interior era más que elocuente. “¿Cómo es posible que algo así pase?” ―Me pregunté, pero ya daba igual. Por última vez cerré la llave del agua, esa bañera no se usaría con nosotros.
4:16 pm
Aunque obviamente yo no podía sentirlas, infería por la expresión de mi esposa que la intensidad de las contracciones habían ido en franco ascenso. La habitación se había convertido ahora en un ir y venir de todas las parteras y doctoras que habíamos conocido hasta entonces. Cada una tenía algo que decir pero a mi ya no me importaba. Seguí tratando de hacer sentir mejor a mi esposa con mis “masajes” aunque no creo que tuvieran demasiado efecto. Para ese momento, ella tenía unas 15 horas en trabajo de parto, y tomando en cuenta que luego de ese tiempo la apertura del cuello uterino era de apenas cuatro centímetros, y del tamaño y el peso del bebé, a mí me pareció muy acertada la sugerencia de unas de las parteras:
―Quizás debería considerar ya la *Epidural.
Esa palabra era como una especie de tabú. Casi todas la mujeres que conocimos decían que iban a resistir hasta el final sin usarla. Mi esposa, algo menos radical, decía que trataría de hacerlo, pues quería vivir la experiencia completa sin ningún tipo de droga. Para mi era claro que este parto no era ya nada normal, pero al final, como siempre, era su decisión.
―Yo creo que sería lo mejor, ―me dice mi esposa con un aire casi de justificación― así se alivian un poco los dolores mientras se abre más la cérvix, y más tarde todavía puedo tener un parto normal.
―Como tu quieras mi amor ―le digo demostrándole tanta empatía y amor como me fue posible―, esa es tu decisión.
Por primera vez entran dos doctores, anestesiólogos, con una máquina bastante grande sobre una mesa con ruedas. Mi esposa, sentada al borde de la cama, mira a una de las parteras la cual, sentada frente a ella, la toma de ambas manos y le repite que no se mueva y que respire profundamente.
Esta vez tengo que mirar todo desde el otro lado de la habitación por orden de uno de los doctores. El otro doctor le limpia la espalda y le inyecta el área con anestesia, luego introduce una aguja con mucho cuidado en la parte baja de la espalda. A continuación, pasa el catéter a través de la aguja, retira la aguja y sujeta el catéter con varios trozos de cinta adhesiva, de modo que la medicina pueda administrarse por allí a medida que se necesite.
Después de esto, los dos doctores recogieron todo el equipo y salieron de la habitación. Luego los siguieron las doctoras y poco a poco las parteras, hasta que al fin nos quedamos solos mi esposa y yo.
A los pocos minutos de recibir la primer dosis, mi esposa dormía. Acostada de lado, tenía una mano sobre su estomago y sobre la otra descansaba su rostro. Tenía un aire angelical solo interrumpido por pequeñas pistas de agotamiento. Estaba bastante pálida y el sudor seco le daba una improvisada forma a su cabello, la cual sin embargo me pareció hermosa. “Este niño todavía no nace y ya está dando trabajo” ―pensé.
El tamaño del niño siempre fue un tema especial en las consultas de control con la ginecóloga. A pesar de que la doctora mencionó en un par de ocasiones que esto, sumado a que mi esposa era primeriza, podría traer complicaciones en un parto natural, la “fe” del principiante nos hizo desairar siempre aquella advertencia.
Fue sin embargo aquella misma fe la que me llevó a buscar a mi esposa después del trabajo, al día siguiente de nuestra fatídica conversación, cuando me enteré de que estaba embarazada. Había llegado el momento que tanto temí y del que por tanto tiempo había huido. Ya no quedaban excusas, ni prórrogas, ni argumentos... una nueva vida venía en camino y era nuestra entera y absoluta responsabilidad.
Nos sentamos en un café y hablamos, como dos personas adultas, por un largo tiempo. Traté de enmendar mi patética reacción de la noche anterior, dibujando en el aire con mi pragmático pincel, un camino invisible de ideas y de esperanza. Mas no tuve que esforzarme mucho. Mi dulce esposa, con su siempre presta y suave sonrisa, irradiaba ya la lozanía intrínseca del alboreo maternal, y coloreaba con ella en tonos pasteles, los garabatos que salían de mi boca. Caminamos el regreso a casa de la mano, con inefables sensaciones, pero con la certeza de que esta vez trabajábamos juntos. Sin segundas agendas ni emociones escondidas, desde ese momento, ya éramos tres.
8:43 pm
Desde que a mi esposa le habían colocado el catéter en la base de la espalda para administrarle la Epidural, había recibido en total cinco dosis. Ella, aún en cama también desde entonces, flanqueaba con estoicismo los dolores del parto. Sin embargo, no había ninguna señal clara de que el niño quisiera nacer, por el contrario, era casi como si no quisiera hacerlo.
Mi participación había menguado también de manera drástica. Ahora me limitaba a darle agua cada vez que me lo pedía, y a susurrarle palabras de aliento mientras le tomaba la mano o le acariciaba la frente. Consciente de mi inutilidad práctica, trataba de “estar allí” sin estorbar. Todo siguió así, hasta que una advertencia física desataría una cadena de eventos que no solo pondrían a prueba la ya ratificada entereza física de mi esposa, sino también la resistencia de mis nervios:
―Me duele mucho de este lado. ―Me dice, con la mano derecha sobre su costado izquierdo.
Le avisé a una de las parteras, y al poco tiempo vino con una doctora. Le aplicaron otra dosis de Epidural y le dijeron que el dolor pasaría al transcurrir los minutos. Mas no fue así. De hecho, desde que empezó, lo único que hizo el dolor fue incrementarse.
9:47 pm
Mi esposa estaba ahora mucho más pálida que hacía rato. Sus labios estaban tan secos, que se quebraban casi inmediatamente después de beber agua, lo cual hacía cada dos minutos. De hecho, tuve que llenar muchas veces la pequeña botella de aluminio que tenía con agua del mismo grifo de la habitación, pues no me atrevía a dejarla sola para ir a la cocina.
Resultaba absurdo preguntarle si se había aliviado el dolor con el medicamento, pues era evidente que no. Comenzó a sudar profusamente y se retorcía de un lado a otro sobre la cama. Yo estaba aterrado. Con una mano le daba de beber y con la otra le secaba la frente. Noté que en el papel que expulsaba el electrocardiograma, se mostraba como las pulsaciones comenzaron a subir, lo cual quería decir que los latidos del corazón del niño se hacían cada vez más rápidos. Tanto así, que ya iban a la par con los de mi esposa. Después supe que habían alcanzado los 180 por minuto.
Yo no soy médico ni mucho menos, pero para mí el problema era claro: el niño era demasiado grande y mi esposa no había dilatado lo suficiente para que pudiera salir. Ahora, después de 20 horas de trabajo de parto, al fin comenzaba a impacientarse empujando hacia afuera, buscando una salida que no estaba preparada para el.
Hasta ese momento, no había escuchado ni una vez a mi esposa quejarse, pero el lamento afónico que ahora salía de ella, era de verdad angustiante. Hacía una hora desde que aquel dolor inusual comenzara, y ahora parecía haberse convertido en un verdadero suplicio. Yo comencé a desesperarme. Mi posibilidad de ayudarla era tan nula como mis conocimientos sobre el dolor en sí. Trataba de calmarla diciéndole que todo iba a estar bien, que se imaginara cargando al bebé por primera vez... y cosas así. Todo lo que era capaz de pensar bajo semejante situación. Mas mis palabras ya no tenían efecto en ella, el dolor le había cercenado el discernimiento. Ahora solo se revolcaba en la cama, quejándose casi a gritos y bebiendo enormes tragos de agua como si de alguna cura se tratase. Yo maldije mi suerte por no ser capaz de intercambiar lugares con ella; pocos escenarios son tan perversos como los que nos muestran a un ser querido sufrir, sin poder hacer nada para ayudarles. Toda la situación se había transformado en una escena de terror. La cacofonía de mi voz había desfigurado el sentido y el destino de las palabras que mecánicamente seguía repitiendo. Lo único que me importaba era que dejara de sufrir, de la manera que fuera. Y en este sentido; el parto, el niño... todo se había distorsionado. Él era ahora, para mí, la causa de este extremo e inmerecido dolor. Ahora lo veía como un elemento extraño que trataba de salir, a como diera lugar, del cuerpo de mi esposa; sin considerar el daño que le hacía. Ya no importaban ni las cuarenta semanas de planes y de cuidados, ni las privaciones monásticas a las que mi esposa se había sometido por el bien de su futuro hijo. Ambos habían dejado de trabajar juntos, y yo, lo reconozco, me había puesto del lado de mi esposa sin nigún reparo. Algo tenía que pasar, o el delgado hilo que todavía mantenía mi cordura se rompería, y no podía imaginar las consecuencias.
Entonces llegó. Como una empresa heroica arribando al campo de batalla, ataviada con su traje color sarcasmo y sobre su corcel “Ironía”. Entró en la habitación LA DOCTORA. Aquella que nos hizo el primer ecosonograma cuando llegamos, unas 21 horas antes. La misma doctora que nos había regalado, de la manera más acrimonia, una observación profesional que resultaría premonitoria.
Llegó acompañada de una de las parteras que también nos había recibido la noche anterior. Es decir, habíamos consumido ya toda una ronda completa del personal operativo y el niño todavía no nacía.
Sin embargo, la doctora se mostró esta vez mucho más humana que la última, supongo que por las circunstancias. Arrancó los resultados de papel del ecosonograma, los miró por algunos segundos y luego se acercó a mi esposa.
―El parto se detuvo y están bajo demasiado estrés ―le dice poniéndole una mano en el pecho― vamos a tener que realizar una cesárea de emergencia.
Luego procede a informarle sobre los riesgos que conllevan este tipo de operación, tanto para ella como para el bebé. Al final, después de otras tantas advertencias que me parecieron aterradoras, mi esposa tiene que firmar un documento en el que da su consentimiento.
La doctora le entrega el documento firmado a una de las parteras, y ya con un tono más condescendiente, le dice:
―Vamos a aplicarle un inhibidor de contracciones para calmar el dolor y después la llevamos al quirófano para realizar la cesárea.
Mi esposa, que todavía tiene la entereza de sonreír, asiente con la cabeza, mientras dos enormes lágrimas surcan, incontenibles, sendos caminos paralelos hasta su cuello, asentándolos para las siguientes que no tardarían en llegar.
―No hay porque llorar... vamos, no llore... ―le dice la doctora con una expresión que me pareció de verdadera empatía―. Usted no hizo nada mal, simplemente no se pudo.
Pero era ya inútil. Una invisible sensación de derrota inundó la habitación. Mi esposa todavía lloraba mientras la doctora le aplicaba la última de las dosis de aquella medicina. Por primera vez sentí lástima por ella. Estuve a punto de llorar, pero me contuve. No era justo que después de tanta ilusión y de tanto sufrir, todo tuviera que terminar así. Pero a veces nada, ni siquiera algo tan natural como nacer, es justo. No importa que tan bien haya aprendido esa lección, la vida siempre encuentra la forma de repetírmela.
10:30 pm
Cuando hubo pasado al fin el dolor y mi esposa estaba un poco más tranquila, la llevaron al quirófano. Yo entré en un cuarto anexo a colocarme la vestimenta quirúrgica para poder entrar. Cuando lo hice, ella estaba ya acostada en la camilla de operaciones, con una gran sábana azul que le caía sobre el pecho, de manera que no pudiera ver lo que hacían los médicos.
Me pusieron una silla a su lado, me senté y le tomé la mano. La anestesia era local, por lo que estaba consciente. Trataba de hacer algún comentario gracioso para distraerla. Un par de chistes y pareció funcionar. Aunque de vez en cuando hacía alguna mueca, mas que de dolor, como de incomodidad, estaba ya mucho más relajada. Así pasamos un rato, hasta que escuchamos un quejido agudo como de un gato. Era nuestro hijo. Nos miramos con grandes sonrisas. Una de las parteras vino con él para que mi esposa lo viera. Era muy grande, tenía muchísimo cabello negro y sus manos y pies eran gigantes. La verdad es que me pareció bastante feo, pero ya sabía que la mayoría de los recién nacidos lo son. Mi esposa lo vio, sonrió otra vez, y se lo llevaron. Había algo que no cuadraba. No se sentía real. Tanto tiempo imaginando el nacimiento de tu hijo y cuando llega no era para nada lo que esperabas. No puedo hablar por mi esposa, pero yo me sentí de alguna manera estafado. No sabía que hacer ni que decir. Lo peor fue cuando, después de que lo limpiaran, me llamó uno de los médicos para entregármelo.
―¡Felicitaciones! ―me dijo sonriendo, mientras estiraba los brazos con el niño en ellos tratando de alcanzarme.
Yo me quedé petrificado sin saber qué hacer. Supongo que el médico notó mi indecisión porque luego dijo:
―Puede cargarlo ahora o podemos llevarlo a la habitación, como prefiera.
Fue justo en ese momento, que todo el peso de semejante responsabilidad me cayó encima de un solo golpe. O bien tomaba al niño, mi hijo, y me encargaba de él mientras a mi esposa terminaban de operarla; o bien podía volver con ella y dejar que las enfermeras se encargaran de él.
Volví a mirarlo y ni siquiera pude reconocerlo. Tenía ante mi al causante de todo el viacrucis que habíamos vivido desde hacía más de 20 horas. Era tan grande... Intenté encontrarle, absurdamente, algún parecido con mi persona, pero no pude. La extrañeza de aquel rostro y la alegoría de su figura terminaron por infundirme miedo. Pero, ¿Qué clase de hombre le tiene miedo a su propio hijo recién nacido? Ninguno que se tilde de serlo, me lamenté. Me acerqué una vez más a él, pero en verdad me era imposible levantar los brazos para cargarlo. El hecho es que ante la insistencia del médico, me decidí por la segunda opción y volví con mi esposa.
La hora oficial del nacimiento fue las 10:56 pm.
Alrededor de unos treinta minutos después, estábamos de nuevo en la habitación. Los tres. Mi esposa cargaba al niño sobre su pecho mientras luchaba por no quedarse dormida. La pobre estaba exhausta. La verdad yo también lo estaba. Estuvimos allí unas dos horas hasta que una de las parteras se llevó al niño para que mi esposa pudiera descansar. Yo no podía quedarme con ella, por lo que me despedí y volví a casa.
Al día siguiente volví muy temprano a la clínica. Cuando llegué, ya mi esposa estaba con el niño. Noté que mis sentimientos hacia él no habían cambiado. Pasamos el día aprendiendo lo más elemental en su cuidado, pero ambos, mi esposa y el niño, tuvieron que quedarse cuatro días más en la clínica.
Un par de días después de haber regresado todos a casa, me había levantado temprano como siempre para ir a trabajar. Mientras me arreglaba en el baño, escuché la voz de mi esposa que tarareaba una melodía, la cual, por lo disonante de su estructura, deduje era improvisada. Salí del baño y sin que se diera cuenta, abrí un poco la puerta del cuarto para asomarme. Estaba de espaldas a la puerta, cambiandole el pañal al bebé por lo que no podía verme. Yo tampoco podía ver su rostro, pero no era necesario; la dulzura de su voz, la alegría de sus movimientos, el esmero magnánimo que dedicaba a la tarea... la imagen toda era, sencillamente, hermosa. Quizás había algo después de todo que yo aún no entendía. Quizás un sentimiento etéreo que yo no era capaz de percibir. En ese momento no fue importante, solo me conformé con verlo, aunque fuera ajeno.
Salí del cuarto y cerré la puerta de nuevo con mucho cuidado para que no me escuchara. La tenue luz de la mañana se colaba a través de la ventana, salpicando con destellos de esperanza el desasosiego del día que nacía. Melancólico, entré de nuevo al baño y me miré en el espejo. Entonces sucedió el milagro. Entonces fui y comencé a ser de nuevo. Entonces el último vacío se llenó de luz; no me había dado cuenta... tenía una sonrisa en los labios.
FIN
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