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I

Con la triste sensación de estar solo me desperté, y ya el sol pegaba en mi ventana. Algunos entrometidos rayos perforaban el invisible humo de mi pieza, creando imágenes celestiales que podía contemplar durante horas. Pero la horrible soledad me enterraba a través del colchón su daga mas filosa, y mi sangre no goteaba sino que se escondía dentro del colchón. Habían pasado ya dos días y todavía no tenía noticias de ella; yo te llamo fue lo último que me dijo, simples palabras que para alguien solitario incluyen indescifrables significados. Quizás por las horas, las interminables horas en las que uno piensa solo y sabe que nada va a pasarle si sigue pensando; si tiene tan estudiada la vida que no la recorre en paz. De repente salté de la cama y me senté en la banqueta como si algo imponente estuviese por pasar, indagué a mi alrededor y mi taza de café todavía estaba allí, como la había dejado anoche, junto al libro marrón, quieta. La puerta de la habitación estaba abierta igual que antes, todo parecía igual pero la horrenda sensación me seguía revolviendo. Algo había ocurrido. Revisé lo poco que restaba revisar de mi casa y nada indicaba nada, pero ya no tenía dudas de que algo había pasado. Como indignado por la sensación me miré en el espejo del baño, riéndome de mi mismo, sabiendo que nada podría haber pasado en mi, y así era, yo estaba allí mirándome a mí. Como un niño asustado continué con una búsqueda exhaustiva de algún suceso extraño debajo de la cama, tras la cortina y dentro de los placares. Por un momento tuve la dolorosa impresión de que este alboroto haya sido causado por el telefono despertandome, lo que sólo podía traer consecuencias lamentables. Por un lado una paranoia domiciliaria que indicaría un claro descontrol psicologicamente hablando; y por otro lado, un lado oscuro y fangoso, la enorme posibilidad de que el llamado haya sido de ella. Ciertamente esta segunda consecuencia era horripilantemente probable ya que sólo tres personas saben mi número y hacía más de un mes que no recibía un llamado. No recordaba si de hecho conocía mi teléfono, pero era fácilmente encontrable en la guía. Como un imbécil descolgué el telefono y me encontré diciendole hola a un perverso ruidito constante, con el que muchas veces ya me había encontrado. Corté con violencia y me vestí.





II

Creo que fue camino al cementerio cuando la recordé. En mi bicicleta es donde paso gran parte de mi vida, y es en ella donde la recordé. Pedaleba pensando en cuando era chiquitito y mi papá todavía estaba conmigo, en los domingos en la plaza y en las veces en que me llevó a dormir a su cama porque yo tenía miedo a la obscuridad, miedo del que guardo trozos bajo mi almohada. Recuerdo las veces en que me retaba y yo lloraba para adentro, asi como lo hago ahora cuando mis secretos los sabe solo el viento. Fue en un momento en que pensaba en mí sin usar palabras cuando vino a mi memoria y nunca más se borraría. Sólo la había visto unos pocos minutos pero su cara vino a mi como un rezo en la iglesia. Sin haber dibujado nunca más que garabatos estaba seguro de poder pintar su retrato una y mil veces y no olvidar ni un solo detalle, una mueca, un matiz. Su sonrisa tenue ocultando un pasado, o tal vez un presente aterrador que sólo ella y ahora yo conocemos. En sus ojos una fuerza capaz de atravesar el hierro mas denso, pero cálida a la vez, como un abrazo de peluche. En esos pocos y fugazes minutos, seguí sin dificultades las líneas de su cara recorriendo un paisaje remoto, de esos que sólo los más audaces aventureros han logrado alcanzar. La acaricié, deslizé mi pequeña mano por su húmedo pelo una y otra vez hasta que finalmente doblé en la calle de tierra y entré al cementerio.





III

Cuando entré al cine, las luces estaban apagadas ya y una enorme sensación de pudor se apoderó de mi. Piadosa, permitió que no hiciera ruido alguno hasta encontrar una butaca libre junto al pasillo central y a alguien que nunca sabré quien fue. Un drama más que me había recomendado el muchacho de la sala, excusa suficiente para escapar de la agobiante tempestad que se criaba en casa. Poco a poco me fui envolviendo en la sábana aterciopelada de la película y sin saberlo entré en un estado paralelo al del mundo azul. Una mirada de ella bastaba para que yo supiese que él ya sabía lo que había sucedido, lo que más tarde seguramente desencadenaría en una horrenda confusión. Dejando de lado mis constantes críticas internas me propuse vivir la película intensamente. Llegado el momento del abrazo de paz, seguido de esos besos de fuego, inconcientemente decidí que mi película había terminado, a pesar de que todavía restaba una hora de cinta (hecho que más tarde comprobé). Una imperiosa necesidad de abrazar y ser abrazado se apoderó de mi cuerpo, y su cara y su cuerpo se repitieron durante esa eterna hora a mi alrededor. Incapaz de reconocer si sentía abrazos, desgarros, arañazos o estocadas, por falta de experiencia, disfruté de mi hora de misericordia conmigo mismo y amé la película, mi película, nuestra película. En medio de un desaforado abrazo una pequeña luz de linterna y una voz extaña me desató y devolvió a este sumidero al que pertenezco. Rápidamente me recuperé y di una eterna vuelta a la plaza.





IV

Tenía todo planeado. Caminaba hasta la Plaza Sarmiento, donde con sólo esperar unos diez minutos bastaría para ver llegar mi ómnibus con un número rojo de considerable tamaño, el cual me llevaría en menos de media hora hasta la avenida Uriburu. Caminaría unas cinco cuadras y listo, estaría donde debía estar. Llegué a tiempo a la plaza y seis o siete minutos después divisé mi colectivo. Subí y me acomodé en uno de los asientos individuales, como siempre, a la izquierda. Al calmarme sobre el viejo y usado asiento, respiré hondo y percibí un aroma revelador, el mejor perfume que podría haber existido; el perfume de ella. Mi corazón comenzó a latir desesperado y mis conjeturas lo acompañaron. Sólo había dos posibilidades, ya que con un breve vistazo comprobé que ella no estaba en el colectivo. O alguien allí estaba usando ese perfume, lo que haría de esto una casualidad demasiado perversa; o ella había estado sentada en ese mismo asiento segundos antes. Elegí esta opción, mitad por racionalidad mitad por deseo. Existía una variante demasiado catastrófica como para que sea real, variante que revelaría el odio del mundo hacia mi persona, mi triste persona. Podía ser cierto que ella haya estado sentada en ese asiento, y que hubiese bajado en la Plaza Sarmiento, lo que explicaría el dejo de perfume extraviado en mi asiento. Y lo más terrible, podía ser cierto que hubiese bajado para ir a mi casa, caminando hacia mi pasado, pisando mis huellas probablemente, y yo aquí quieto como un imbécil mirando como pasan las cosas por mi ventana. Aliviado por las probabilidades de que otra persona usase ese barato perfume junto con que la ubicación de su casa hace imposible que tomase este colectivo, bajé en Uriburu, caminé las cinco cuadras y dibujé toda la tarde entre obligaciones y deseos.





V

Sentado frente a mi solitario piano escuchaba un bello silencio ensordecedor, el tiempo parecía intocable, como esas tardes de verano en la ciudad en que el calor agobiante te abraza y no te suelta por más que lo mojes o intentes sacarlo junto con la ropa. No necesitaba tocar nada para escuchar esa bella melodía que salía de a sorbos de las cuerdas del piano. Escuché con atención, escuche desolados páramos donde nadie nunca entró, escuché pájaros que imploraban salir de sus jaulas; y entre estas pequeñas e inmensas notas escuché su voz. Empapada, cotidiana, ennobleciendo al más terrible de los bandidos. Ese collar de rosas que me regalaba al oído, y que abandonado tomé, sabía tenía un final. Ilusionado intenté no mover un solo músculo de mi cuerpo para sostener esa frágil silueta que mi piano y ella me arrojaban. Poco a poco esa blanca melodía se fue alejando y no pude seguirla. Respiré. Toqué el piano de la forma más horrenda que se haya hecho durante dos horas, y la melodía no salió nunca de mis dedos. Ella se llevó su canto, dejándome un inservible piano que ya nunca hará música. Sin piano y sin ella sólo restaba dormir.





VI

Hoy ya no se porqué creí que me buscarías, no sé donde estás y lo peor es que no sé si existes siquiera. Ya te busqué en todo mi mundo y no encuentro ni rastros tuyos. No recuerdo tu dócil y escurridiza mirada; no recuerdo tu cara entre las demás. Quisiera que estés aquí conmigo, cómo quisiera. Ya estoy resignado a que no te encontraré asi que no te voy a buscar. Tengo toda una vida y más para esperar que vengas y golpees a mi puerta. Así que sólo me resta decirte que estés donde estés te estaré esperando aquí, sólo, en mi habitación, con mi taza de café, mi piano que se cansó de hacer música y lo que queda de mi sentado en la cama. Levantándome todos los días, haciendo lo mismo que ayer, por no tener el valor de buscarte. Perdóname.

Texto agregado el 25-05-2003, y leído por 317 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-05-2003 Me gustan las imagenes que desprende, están muy cuidadas,mi preferida la parte III (en el cine), es especial. Se puede sentir tu obsesión. También la del autobus, como el perfume te hace imaginar. En general me gustó. Buscala. Besos burbuja
 
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