Cada hoja que caía en mis pies era un martirio, cada hoja seca, cada hoja que pisaba resonaba en ese espacio lleno, un espacio colmado de ruido blanco que enmudecía a las aves, un espacio que enmudecía el ruido de los autos con su ira, con su pena y su pesar, con las convulsiones internas que hacían difícil cada paso que daba. La rabia apretaba mis músculos y mis manos tensas que, al tiritar, me ayudaban a comprender mi estado: mientras mis ojos se inundaban de a poco y el vómito brotaba de mi interior pude parir todo aquello que me hizo feliz alguna vez. Con cada contracción estomacal brotaban de mi interior cientos de poemas que escribí, todas las alegorías a la belleza eterna de su caminar, sus caderas moviéndose delante mío como una de las imágenes más hermosas que tenía, su pelo tapando uno de sus ojos al darse vuelta, una sonrisa de ella que me regalaba la felicidad del día brotó en una de mis contracciones intestinales, en la siguiente pude ver, dentro del líquido espeso, un beso en mi cuello y sentir como me quemaba el alma hasta paralizar mi médula, y ahí yo, preso del pánico y el llanto escondido mientras hacía pedazos mis manos con cada guijarro del roto cemento intentaba comprender la realidad de las cosas. ¿Hice algo mal?, no lo sé, no me lo dijo, pero en mi parto de la realidad que golpeaba mis recuerdos con su inevitabilidad no hacía nada más que escuchar el susurro de sus labios decirme “te amo” en mis recuerdos. Nunca más la volví a abrazar. |