Aquel sótano de vidrios plomizos olía a vejez. Había largas mesas y encima libros de segunda. Llegaron unas hojas sueltas y las empecé a leer. Hablaba de amor y me interesó, pues atravesaba por una viudez. Leía:
“… pasamos tiempo platicando sin cansancio. Fue tal nuestro afecto que, si no aparecías en la red, me preguntaba: ¿le habrá pasado algo? Nos permitió conocernos a fondo. Un día me invitaste a tu casa. Me instalé en tu hogar, al lado de la familia. Nuestras vidas se hicieron reales, caminamos por las calles, fuimos a reuniones sociales, por la noche alargábamos el tiempo. En la mañana hacíamos el desayuno, como dos conocidos de años. Meses después llegaste tú. Dejé todo por estar a tu lado. Entre paisajes nos unimos y sobre la arena, el mar y la sabana dejamos de ser dos. Hoy no estás, y tú evitas cualquier roce que te haga recordar lo que vivimos. Callo. comprendo que nada bien nos hace seguir montados en un viento que no existe, sin embargo, tu recuerdo me ilumina. una parte mía quedará dentro, viva y muda. Y cuando nos veamos en la plaza central, sonreiré por el gusto de verte nuevamente. Aunque dentro…”
Con insistencia rebusqué en el tiradero el completo de aquellas memorias, pero no lo encontré. Decepcionado salí del local. ¡Ah el parque!, ¡los árboles! Y sobre la parte más frondosa, una mujer de botas, pantalones y pequeños aretes colisionó conmigo. Ella ruborizada, se disculpó y siguió su carrera. La vi perderse entre el gentío. Tocaban las campanas, era la última llamada a misa.
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