Aprobado a traición

Un día un adolescente barbilampiño te asalta por la calle con un “Señor, ¿me puede decir la hora?” y con ese “señor”, mitad inesperado mitad insulto, te deja matriculado en la universidad de la edad adulta. Como aún te quedan en los bolsillos canicas, sábados por la noche y un poco de rebeldía, decides suspender voluntariamente todas las troncales. Y resuelves no tener hijos ni plantar árboles ni mucho menos escribir un libro. Pero la implacable corriente arrastra y erosiona sin inmutarse tu infantil disidencia. Poco a poco, irás aprobando, sin proponértelo, todos los exámenes de la adultez: aprenderás a hablar de política con vehemencia, interpretarás con soltura la letra pequeña de los contratos telefónicos y sin esfuerzo conseguirás quedarte dormido delante de la tele. Hasta que un día te descubrirás en un restaurante catando un Ribera del Duero con toda la ceremonia de movimientos estudiados y palabrería enológica. Y el camarero con la cuenta te traerá de regalo el título de esa licenciatura que tanto has luchado por no conseguir. La tranquilidad que trae la aceptación y la derrota durará poco, y ahí comenzará la peor de tus pesadillas: el terror de que en cualquier momento un idiota te matricule en el Máster.