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Nos gustaba amarnos bajo este cielo color ojo, en este lugar donde podíamos escupir hacia arriba y jamás ensuciarnos la risa, derrochar las líneas de la vida entre nudos ciegos y ovillos de araña en este purgatorio de niños tibios muertos.

En los sesenta el portugués Laguirrazete Oneida simplificó y resolvió nuestras vidas, cuando arribó con su recua de mulas arrastrando siete valijas de cuero capitoneado, dos menorá y una Januquiá. Enfermo de gota, sudando copiosamente y luciendo unos zapatos blancos Norvegese, se instaló en la cantina debajo el hotel a servirse chirrinchi en tragos cortos, endulzando la palabra con ambil y tarareando viejas leyendas entre los esquiroles de Manaure. Ya para el sexto día nos regía un único patrón, enteramente suyo era el paisaje que se desvanecía más allá de las brumas de las salinas, en silencio y manoseando regularmente su tula legado de su antiguo oficio de bolsero, este indio engatusador había fijado su cerca sobre esa línea de la imaginación que llamamos horizonte.

En cambio, mi pequeño mundo era del tamaño del golpe de mirada de la abuela, justo en el límite donde su vista empañada disolvía el mundo, allí debajo de sus enaguas arrimados al fogón, aprendimos a compartir y atizar el mismo rencor visceral contra el patrón, mientras entre los peones se alebrestaba el deseo de deshonrar a su única nieta quien llegó al pueblo entre las lluvias de agosto, luego compro dos conciencias y siete rancherías por veintiséis quintales y la promesa de arreglar esa carretera azarosa que nos unía al resto del mundo ajeno a este pequeño infierno privado, oasis de nuestra más profunda perversión.

Fortunata, pronto olvidó su promesa y esta trocha azarosa siguió siendo el mismo camino polvoriento por donde los contrabandistas de alcohol y cigarrillos, televisores y electrodomésticos, vagaban en estruendosas caravanas por el desierto a plena luz del día bajo la mirada encubridora de la guardia.

Setenta y un meses después de ocuparme como caletero de puerto, del medio de un par de dientes de oro salió un chillido y me dijo

- Pal camión pescao muerto, ¡que su abuela rogó por usted!

Al fin pude regresar a la casa materna, yo que ya había ahorrado lo suficiente para poder comprar donde el libanés, cipote equipo de sonido para festejar la noche entera. Al día siguiente, Laguirrazete con el desprecio que dispensaba a los peones flojos como yo, ordenó a un antiguo colono procurarme jornales para estabular las bestias en el solar frente a la casa en ruinas de Amaral.

El trabajo de cuidar a los animales era simple y soso, sin embargo disfrutaba echarme arropado por la sombra a ponerle nuevos nombres a las cosas, era un placer infinito, como si me estuviera inventando el mundo, usurpando la tenencia a quienes ya habían nombrado y enumerado cada planta, cada hoja, cada ausencia. Debajo del sombrero y en medio del monte, no conseguía distinguir más allá de un par de matas, yo que solo reconocía el palo del olivo y un manojo de hierbas para amuletos. Ah eran encantadoras estas prácticas masturbadoras de Dios, iniciaba nombrando persinfulas, más allá un séquito de brimófidas y ulureides que armaban alharaca cuando veían pasar mis pensamientos, así como el verbo original, creando dentro de mí un universo paralelo.

Antes de la noche, la india yuriba me llevaba algo de carne y unos tragos de ron, se acercaba como animal de monte caminando a prisa de puntillas, diferente al blanco, parecía un aleteo de pasos. Así que apenas pude sentirla después de rato interrumpido por sus carcajadas, cuando me encontró recitando mi universo de palabras nuevas.

Avergonzado recibí la comida. Me preguntó por los animales y un rumor de que volvía la familia del patrón. Para mí no tenía la menor relevancia su presencia y antes de irse le pregunte:

- Cómo se sabe que no es lengua de ángeles.
- Porque eso es un arte menor – me repostó -.

Su arte mayor era la santería. Lo demás acerca de lengua adánica, le parecía indigno y poco práctico, así que antes de caer la noche se acurrucaba un rato en silencio y me enseñaba luego a regañadientes un par de invocaciones, luego se reía de mi torpeza y compadecida me corregía y hablaba de esos tiempos, de antes de la torre, de cuando nos dio por comer mundo.

Nunca entendimos como empecé a hablar con fluencia, pero a ella le pareció una señal divina, así que me pidió que guiara su vida, estaba tan necesitada de sentirse enamorada que se aferró a la excusa más ridícula. Le gustaba mi acento al hablar lengua de ángeles.

De niña le explicaron que era un privilegio del Santo Padre, pero de repente allí estaba yo, invocando arcángeles para sacarnos de situaciones inverosímiles; expulsando demonios de lazarillos, determinando infinitos, dándole a nombre a esas cosas innombrables que a veces sentimos entre el pecho.

- Hablar así de corrido, no es cosa de gentes.

Me dijo impresionada la primera que me escuchó suplicar. Mi único don consistía en hablarles, porque estos seres luminosos me ignoraban casi todo el tiempo y frecuentemente me engañaban. Es el problema con los ángeles, tal vez es esa acendrada carencia de sexo o su paranoia obsesiva por los asuntos humanos.

Pero en nuestro caso fue esa perspicaz obsesión por mantenerte virgen para el altísimo y yo francamente no puedo mantenerme ni un día más en esta relación de voyerismo angelical, su desvergonzada intromisión en nuestros sueños y en la pared fértil de tu útero, si sabes bien que cuando regrese el patrón cobrará su derecho de pernada y yo inevitablemente tendré que meterle su balazo a la Fortunata.

Texto agregado el 16-04-2017, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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