Esa mañanita de verano era fresca y luminosa. Cerca de un pequeño puente de maderos rústicos, que atravesaba el polvoriento camino público, sentados en un enorme tronco de roble que por años reposaba tendido al borde del camino, dos campesinos, esos de un tiempo, de ojota y sombrero alón, conversaban tranquilamente: uno el Pieira, el otro el Chuti Alberto.
El Pieira era un campesino robusto, de mediana estatura, pero muy fuerte y pendenciero en sus borracheras, y como tenía enormes manos y adormecía a sus contrincantes de un solo puñetazo, se pensaba que sus manos eran como piedras, de ahí nació el sólido apodo en castizo lenguaje campesino.
Al Pieira nosotros, niños aún, lo admirábamos por su fuerza y lo comparábamos con Caupolicán, por sus rasgos inevitablemente mapuches, aunque él despreciaba a los indios auténticos que, por lo demás, eran raros por esos aislados rincones precordilleranos.
Su amigo, el Chuti Alberto, por su parte era muy alto y flaco, de anchas espaldas, nariz aguileña casi sumergida en un espeso y rojizo e hirsuto bigote, que recordaba un escobillón.
En eso estaban los amigos, envueltos por una tenue brisa que mecía las hojas del monte y aumentaba el trinar de los pájaros, cuando desde un cercano recodo del camino se perfiló la figura de un caminante, reconocido de inmediato por los que tomaban el solcito, como las lagartijas adormecidas sobre los rústicos cercos de palos. El campo antiguo se cargaba de las fuerzas de la tierra ya despierta.
Era el Cayaque, vecino de puebla del Pieira, y un personaje singular, famoso por su irrefrenable mitomanía. Era el gran mentiroso de esos rincones y su fama se extendía más allá de esos cerros que limitaban esos tranquilos campos de robles, hierba azul, chincoles y loicas.
Nadie superaba la gracia del Cayaque cuando narraba increíbles y desmesuradas historias. La certeza que no eran más que floridas mentiras estaba en todos, de igual modo que eran irresistibles de escuchar y disfrutar, y después difundir por caminos, senderos y fiestas.
Desde el hoy pienso que el Cayaque era un poeta de la imaginación, a su manera.
-Ahí viene el Cayaque –dice el Pieira riendo con astucia de zorro montañero-, cuando llegue aquí le haré un buen trabajo...
El Cayaque no alcanza a saludar cuando ya el Pieira lanza su dardo, para alegrar la tertulia:
-¡Vamos Cayaque, si eres tan gallo, échate al tiro una mentira, pero sin pensarla ni menos!
Pero las risotadas metálicas del Pieira se apagaron en sus primeros acordes, porque el Cayaque de inmediato, y con toda la calma de esos potreros que lo vieron nacer, le responde:
-En vez di andarte riendo de los cristianos, anda a sacar los gueyes que se te metieron al trigo.
Le da los buenos días al risueño Chuti Alberto, y sigue su pausado y firme viajar por el camino de tierra, donde sus chalas dejan su inconfundible sello. En esos años, los campesinos sabían leer y reconocer los pasos de los demás, en las huellas que las chalas dejaban sobre el fino polvo de los caminos.
En tanto, un concentrado Pieira también saluda al Chuti y toma la dirección opuesta del Cayaque, rumiando la terrible imagen de los bueyes en su trigo arrasando ilusiones, destruyendo ese tiempo, de arado y sudor, puesto en el soñar la esperada cosecha, que ya anunciaba el vigoroso verdor de su trigal en pleno crecer.
La desastrosa noticia que le diera el Cayaque le pulverizó toda mínima posibilidad que pudiera ser una mentira.
El Pieira caminaba furioso y abatido en dirección a su puebla. Se le alargaba la distancia y el tiempo de llegada; se sentía un hombre arruinado. Uno que fue por lana y volvió trasquilado.
En tanto el Chuti Alberto, solo en el tronco de roble, sonreía admirado del fulminante ingenio del Cayaque y de su nueva mentira que él ya podía echar a correr. Se quedó otro rato disfrutando del solcito, los pájaros, la brisa, el estero.
Se alzó con calma, cortó un tallito de pasto seco, lo hizo jugar entre los dientes, como cuando enamoró alguna chicuela; depués lo arrojó al camino, y se fue silbando por la tibieza de los potreros.
|