En un hospital, las tres de la mañana es el momento en que la tensión da un respiro a los trabajadores.
Con un trapeador el intendente limpiaba los mosaicos de vinilo y en el área de atención de partos. los internos de pregrado, enfermeras y auxiliares estaban de pie. Aunque lo más cercano sería, que con un ojo dormitaran y con el otro durmieran.
Sólo es un instante. Es como si la maquinaria se detuviese y diera lugar a un profundo silencio. Todos intentaban aprovecharlo. Un relax, un pestañeo, eran renovadores y daban el impulso para las siguientes horas, que suelen ser más intensas. Los que toman las decisiones críticas, se les despertaba, si fuese necesario.
En el piso –así llamamos al sector de hospitalización– las mujeres esperaban con temor el momento del parto. No hay nadie a su lado; sólo ellas y sus hijos por nacer. Las enfermeras, aunque quisieran acompañarlas tienen tanto trabajo, que les responden con palabras indiferentes, tomaban los signos vitales, dan las pastillas y se van.
El puente entre la paciente y la institución eran los internos de pregrado, que revisaban a las señoras y ordenaban llevarlas al servicio de atención obstétrica, cuando tuviesen cuatro centímetros de dilatación de la matriz. Algunas mujeres no esperaban, y el parto se atendía en la cama. Éste hecho es conocido como “Camacho”. Por lo tanto, el prestigio de un interno de pregrado es no tener “Camachos”.
En el momento exacto –a esa hora crucial– preparaban al jefe de internos: Durazo. Alto, blanco, tenía un abdomen protuberante que prometía el radio de un embarazo gemelar. A las tres de la mañana lo caracterizaron para su presentación en la unidad toco-quirúrgica: un turbante para resguardar el cabello, la bata, vendas en las piernas que le ocultaban los pelos, y botas de algodón cubriendo sus pies; una sábana húmeda con restos de yodo para que simulara sangre y un suero clavado en la vena.
Guiaban la camilla con la mayor rapidez a la sala de partos; trabajo que, normalmente, hacían los enfermeros.
El jefe –en el silencio del entorno– daba alaridos tan desgarradores, que más bien parecía una puerca a punto de sacrificio.
–¡Camacho! ¡Camacho! –anunciaban alzando la voz.
El escándalo despertó a todo el mundo.
Los auxiliares y enfermeras se movían rápido, preparando todo para la atención del parto. Los internos de pediatría llegaron a la sala para recibir al nuevo ser, y los encargados de obstetricia se vistieron con prontitud.
Se pasó la “parturienta” a la mesa, y las enfermeras alzaron
sus extremidades, para que las apoyase en las pierneras y situarla en posición ginecológica.
Mientras tanto, los demás le daban consuelo.
–Ya, señora; todo va a salir bien.
El interno encargado de atender el parto retiró la sábana para hacerle el tacto.
–¡Esta mujer tiene huevos y no está rasurada! – exclamó.
Nadie contuvo las carcajadas.
El jefe Durazo escapó de un salto; todavía tuvo el humor para caminar como patito y, sujetándose el vientre, se perdió entre los pasillos del hospital.
Faltaba poco para las cuatro de la mañana, y casi una hora para las urgencias de las cinco. |