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Este maldito reuma me tiene medio inválida y el único consuelo que me queda en estos largos días invernales es mirar por la ventana mientras apoyo la nariz en el cristal y siento cómo se va enfriando. Así me paso las horas inmóvil, absorta en mis pensamientos, hasta que el vaho empaña el vidrio y tengo que hacer un círculo con la mano para devolverme la visión y la conciencia.
Estoy sola en esta casa enorme y destartalada desde que murió mi querido esposo Alberto. Mi corazón enfermo no me permite esfuerzos y voy haciendo lo que puedo, que no es mucho. Me he trasladado a la única habitación con vistas a la calle y aquí duermo y vivo entre la lumbre y la ventana. El resto de la casa se va llenando de polvo y telarañas. A veces oigo murmurar a las vecinas que ya voy chocheando y me digo: Antonia, es una pena que tengan razón. Mi cuerpo se va encorvando. Los viejos vestidos están tan descoloridas como mis cabellos y la verruga que tengo en la nariz hace que los niños griten al verme: “¡Que viene la bruja!” Bueno, todos no. Gritan todos menos Sara.
Sara es una niña menuda, morena, de largas trenzas. La cara redonda, los ojos grandes y vivos, la naricilla respingona y la sonrisa pronta. Sara es sordomuda y vive con una tía porque tuvo la desgracia de perder a sus padres siendo muy pequeña. Todos los días la miro pasar desde mi ventana hacia la escuela. Casi siempre va sola y camina distraida.
Una calurosa tarde de estío, mientras todos dormían la siesta me decidí a salir para llenar el cántaro. Caminaba lentamente, sintiendo el calor en los huesos. La fuente está en las afueras del pueblo y allí se reunen los niños del pueblo para no molestar a los durmientes con sus juegos. Cuando percibieron mi presencia gritaron a coro la consabida canción: “¡Que viene la bruja!”
¡Cómo corrían los pobrecillos! Tan asustados estaban que hasta detuve mis pasos para darles tiempo a escabullirse. La pequeña Sara tropezó y cayó de bruces llorando amargamente. Los otros niños habían desaparecido dejándola sola y herida, con las rodillas sangrando y un temblor que la sacudía de la cabeza a los pies. Me acerqué despacio y la miré con dulzura. Enjugándose las lágrimas reconoció mi viejo semblante y una suave sonrisa brotó de sus labios. Mojé mi pañuelo en el agua fresca y le limpié la cara y los rasguños lo más suavemente que mis torpes manos me permitieron.
Desde entonces Sara me visita todos los días al salir de la escuela y merienda conmigo. Su silenciosa compañía cura mi corazón solitario igual que mis torpes manos curaron sus heridas.

Texto agregado el 24-05-2003, y leído por 407 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-05-2003 El relato de la anciana está muy bien logrado. Me gustó mucho el detalle cuando le da tiempo a los niños para que arranquen (cuando conoce a Sara). Saludos, y sigamos adelante con el taller. andes
25-05-2003 Triste...pero muy lindo. Besos, Cristian CJS
 
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