Enamorado de una bella mujer, el joven escritor procuró su amistad con el afán de conquistar su amor. Ansiaba confesarle que la amaba; pero seguramente a ella le daría igual, veinte mejores que él, la rondaban besando sus pies. Para mitigar su desesperación, el escritor redactó una carta de hasta veinte páginas, donde volcó todo el amor que sentía por ella. Se la enviaría. Sin embargo, al ver su extensión, comprendió lo excesiva que era; comenzó a quitarle lo superfluo, tratando de condensarla lo más posible. Así que quitó, y quitó, y quitó, hasta dejar una sola página con lo esencial, con lo que realmente quería decirle. El joven escritor metió la hoja en un sobre y más tarde, echó la carta al correo.
Al cuarto día, la mujer vino a visitarlo. Una amplia sonrisa animaba su bello rostro. Se acercó a él despacio y lo besó largamente en los labios. “Escribes muy bien”, dijo, “leí tu carta, era tan apasionada, tan elocuente, tan descriptiva, tan bien escrita, tan bella, tan convincente de lo que sientes por mí, que mi corazón no pudo resistirse a su encanto. Tus palabras me hechizaron. Estoy enamorada de ti. Desde hoy te pertenezco, soy tuya”.
Feliz, el escritor la besó de nuevo en los labios rojos. Sorprendido del resultado de su carta, pensó que el amor hace verdaderos milagros; porque el texto íntegro de la carta enviada, sólo decía las dos palabras mágicas: “Te amo”.
|