Otro texto antiguo, exhumado de una viejísima libreta.
Se ha escrito tantas veces acerca de la página en blanco, que esa cantaleta repetitiva de no saber que plasmar sobre la superficie alba e inmaculada de la hoja, semeja ya una historia demasiado rutinaria y manoseada, que da pena. Pero a veces hay hechos o situaciones inverosímiles, que hacen necesario mencionar la maldición de la hoja en blanco y de no saber qué escribir sobre ella, o saber, y descubrir que de cualquier forma la hoja permanece en blanco, como una virgen intocada.
Hace ya bastantes años, compré con gran ilusión y unas ganas inmensas de poseerla, una libreta, donde pretendía anotar todo aquello que me pareciera interesante de contar o escribir; sería mi cuaderno de apuntes y borradores, de lo que se me fuera ocurriendo. Así lo hice, durante varios años estuve acotando en ella múltiples ideas, sueños, frases, nombres de libros, e infinidad de notas de todo aquello que suponía, podría servirme para escribir una historia; un buen día, por alguna razón desconocida (o justificada, tal vez), la abandoné simplemente y quedó arrumbada por ahí, en algún estante, entre un sinfín de libros y revistas raramente consultados, sin decir esta boca es mía o hacerme señas para abrirla nuevamente. Esto no significó dejar de anotar ideas o terminar algunas, en casa tengo evidencias suficientes, garrapateadas en cuadernos y hojas sueltas, de la actividad constantemente realizada (bueno, no tan constante, siempre he sido bastante flojito para escribir). En la libreta se quedó el primer borrador de “Apuntes para lograr el olvido” y una versión diferente del mismo texto, con un epígrafe de Silvio Rodríguez: “Cómo gasto papeles recordándote, cómo me haces hablar en el silencio, cómo no te me quitas de las ganas, aunque nadie me vea nunca contigo…”. Ahí se encuentra también, el primero y único poema escrito para mi hija mayor (que pretendían ser 24), junto con otros borradores no menos nostálgicos y reveladores.
Menciono lo anterior porque la reencontré (la libreta, claro). Al hojearla y releer todos aquellos viejos apuntes, decidí continuar escribiendo y anotando en ella como antes. ¡Qué curioso!, viejos textos, escritos por manos muy jóvenes. Me sentía emocionado por ambas razones: leer lo escrito en el pasado y recomenzar la actividad creadora anotando posibilidades. Empecé a dejar nuevamente, entre sus hojas, gran parte de mí, de mi sentir, de lo que pensaba yo merecía la pena dejar constancia. Las hojas de la libreta son tamaño legal y cada una de ellas está foliada. Al llegar a la página 123, me encontré con el orden siguiente en el folio: 123, 124, 126, 127, 125, 128, 129. Que el orden viniera equivocado en algunas páginas, no significaba otra cosa más, que alguien o alguna máquina, había cometido un error. Un detalle extraño acontecía, con la hoja marcada por el anverso con el número 126 y en el reverso con el número 127, cuando normalmente el anverso corresponde a un número non y el reverso a un par.
Quisiera parar aquí, dejar de hablar de mi “famosa” libreta; pero las circunstancias y sobre todo los hechos no me permiten hacerlo. Sobre casi el final de la página 124 escribí esta cita de Benedetti, hallada en “Letras de Emergencia”: “Porque ilumina y fortalece saber que la revolución no empieza en las calles y los muros. En la calle y los muros continúa, pero en realidad empieza en la mente y el corazón”. Son las palabras finales del discurso pronunciado por don Mario el 28 de mayo de 1972, en un evento organizado por el Movimiento de Independientes 26 de Marzo, en el estadio platense de Montevideo. Hasta ahí se quedó lo escrito en la libreta. Fue unos días más tarde, cuando sobre la límpida superficie de la hoja 126 (siguiente a la 124), escribí algo más o menos como esto:
“La puerta del infierno sigue abierta; a pesar del paso de tantos años no he logrado cerrarla ni siquiera un poco. Si trato de acercarme para entornarla, cobra vida y me lanza dentelladas como perra rabiosa. Estoy desorientado; por más voluntad que pongo en mitigar la maldad y la podredumbre que percibo más allá de ella, su fuerza descomunal me arrastra irremisiblemente hacia la perdición, hacia la hoguera en que deseo consumirme.
El párrafo anterior me sorprendió, porque el escribirlo fue un acto casi automático, no tenía en mente escribir algo que pudiera contener un texto como aquel.
En ese preciso instante sonó el teléfono, me sobresaltó, su timbre tan inoportuno parecía anunciar malas noticias. Me estremecí. Era una llamada del banco (que siempre traen noticias de fechas de pago o “fabulosas” oportunidades de seguros); sin hacer demasiado caso, colgué y regresé a lo escrito.
Estuve a punto de soltar un grito; sobre la superficie de la hoja 126, el texto escrito hacía unos minutos, había desaparecido. Parecía imposible, lo que acababa de escribir, ya no estaba. Tomé entre mis manos el bolígrafo que había estado usando y lo examiné con atención, haciendo sobre la palma de mi mano pequeñas pruebas de funcionamiento; las marcas de tinta eran perfectamente visibles sobre mi piel. Interesado y un tanto dudoso traté de reflexionar: ¿A dónde se había marchado el párrafo escrito?
Intenté escribir algo más:
“Hoy, me siento un verdadero rufián, en el más textual significado del término. Quiero maldecir y despotricar contra lo más sagrado, contra la humanidad entera, contra mí mismo. Golpear una y otra vez sobre los huesos de alguien. Empuñar un arma y disparar impunemente a quemarropa”.
¿Qué estupideces estaba yo escribiendo? ¿De dónde venían palabras tan duras y negativas; de mí, de “mi sombra”? Quedé expectante, esperando que sucediera algo, pero nada sucedió. El cuerpo me hormigueaba. Me sentía extraño, como si estuviera conectado con algo que no tenía nada que ver conmigo. Los dos párrafos redactados, además de no ser nada tranquilizadores, no eran siquiera el tipo de textos que solía escribir. Cerré la libreta y me perdí un rato tratando de realizar pequeñas labores que me devolvieran la serenidad. Cuando más tarde regresé a la libreta, el segundo párrafo escrito, ya no estaba.
Siento un profundo respeto por las cosas que no comprendo, aunque no les tengo miedo. Esta no la comprendía, pero el miedo ya me atenazaba el estómago, duro, cruel, casi obsesivo. Por una extraña asociación de ideas recordé a Harry Potter y el diario de Tom Riddle; pero la Cámara de los Secretos era un libro, literatura de ficción y los mentados horrocruxes no existían en la realidad (o sí). Además aquel cuaderno de notas era “mi libreta”, no cualquier libreta.
Escribí una vez más:
“Caminando por las calles del Tiradero de mi ciudad, entre un mar de gente que revuelve concienzudamente la basura en busca de objetos útiles que reciclar, e impregnado del olor nauseabundo que los desechos despiden, me siento fuera de lugar, en el lugar equivocado, asfixiado por un estúpido y espantoso miedo de origen desconocido o quizá no tanto; cuando la autoestima y la miseria están en el nivel más bajo y asqueroso, cuando se comprende que se es un cero a la izquierda al igual que miles de gentes, un don nadie, estiércol tirado a media calle, es muy fácil cagarse de miedo”.
Éste parecía un párrafo más normal ¿Era realmente yo el que estaba redactando estos fragmentos?
Esta vez, el texto escrito, desapareció de inmediato. La página 126 quedó tan blanca y tan solitaria como al principio. Me quedé sin fuerzas, atontado, sin saber qué pensar. Di vuelta a la hoja y sobre la página 127 escribí:
“Hoy no puedo con mis pesadillas y demonios, me acosan en todo momento sin permitirme una tregua. ¿Qué soy? ¿Qué valgo?¿Qué plan trazó el creador para mí? ¿Éste, precisamente, que me deja inerme? ¿Con qué propósito se me dio la vida?” “El miedo es atroz y me paraliza la lengua, entorpece mis movimientos, martiriza mis ojos, taladra mis sienes, desgarra mis entrañas, mata toda esperanza de redención”.
Esperé, uno, dos, tres segundos…y sucedió de nuevo: el texto se esfumó, de repente se había largado. ¿A dónde?...
Un tanto desesperado me fui a la página siguiente (la 125), intentando redactar algo más amable que lo precedente:
La puerta del infierno sigue abierta y trasponerla parece tan fácil, que me asusta. No quiero caer definitivamente; pero hay momentos en los que siento que mi alma inmortal no puede más. Soy un miserable cobarde, porque a pesar de la poderosa atracción del mal, voy a seguir viviendo. ¿La felicidad?...¿Quién se traga en estos días semejante patraña?...¡Que el infierno me lleve!
Fue imposible, una mente, una mano, un ser desquiciado, ¡vaya a saber quién!, garrapateaba palabras terribles a través de mí. ¿O era yo, mi otro yo, “mi sombra”? Esto de la maldita sombra siempre me había inquietado (¡Jung y Nietzche, par de malditos!).
El último párrafo escrito, no se borró. Quedó ahí, al principio de la página 125, como testimonio fiel del extraño suceso; pero yo, continuaba temblando en forma visible y casi con horror solté el bolígrafo que aún sostenía en mi mano. No escribí más. Guardé la libreta y la pluma la tiré al cesto de papeles. Salí a la calle, un breve paseo me vendría bien.
Volví una par de horas después. Me hallaba bastante tranquilo, pero aún curioso del suceso. Abrí mi libreta y releí el texto de la 125 que no se había borrado. Percibí en sus palabras mucha tristeza, un sufrimiento muy largo, una desesperación profunda que no se calmaba con nada. Ente, demonio, sombra, o lo que fuera quien había escrito aquello, sufría terriblemente.
Al paso de los días, he continuado escribiendo sobre mi libreta. Sobre las páginas 126 y 127 ya no intento escribir nada (¿les tendré un poco de miedo?). Sobre la 125, tampoco; aunque el fragmento final escrito, permanece intacto. Los párrafos desaparecidos no son textualmente los que aparecen descritos aquí, porque obviamente se borraron y los presentes son un mal remedo de lo que recuerdo decían. A lo mejor decían más cosas, o menos, y quizá en éstos, estoy exagerando su significado. ¿Por qué las verdades y las mentiras son siempre relativas? ¿Y el bien y el mal?... ¿Y la vida?...
No me cuestiono más, parezco ya escritor de folletín, farragoso y truculento con las presentes notas. Total, que pretendo llenar completitas, todas las páginas de mi libreta, con la honrosa excepción de las páginas 126 y 127 que permanecerán vírgenes, hasta que Dios lo quiera…
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