Cuento
Nachopé y las avutardas
Nachopé, con sus diez años y todas las fuerzas de sus músculos, luchaba contra el fuerte viento, que quería arrebatar de sus manos el ovillo de hilo, con el que elevaba el barrilete; el cual, su abuelo le había confeccionado con firmes varillas y grueso papel, para que pudiera resistir el embate del fuerte viento que sopla con ímpetu en las pampas patagónicas…
Era un día de la última semana de marzo, a comienzos del otoño. El sol en la mitad de su camino hacia el norte, iluminaba sin dar mucho calor, aquella tarde en que Nachopé y su abuelo fueron al potrero cercano para probar la calidad del barrilete recién construido. Casi todas las tardes lo hacían, siempre que no hubiera mucho viento ni hiciera mucho frío. Además de elevar barriletes se entretenían en observar, en esa época del año, las bandadas de aves que migraban hacia el norte en busca de climas más templados y benignos, alejándose del invierno, las escarchas y las nevadas que muy pronto llegarían a cubrir con un manto gélido, la estepa, el potrero y el pequeño pueblo donde vivían.
Nachopé observaba extasiado las bandadas de golondrinas, bandurrias, chorlos, patos y avutardas que en ordenadas figuras, semejando arcos, flechas, triángulos y puntas de lanza, cual una brújula, apuntaban al norte.
Algunas formaciones volaban bajo, otras lo hacían a gran altura, eran las que mejor mostraban sus habilidades, cambiando la forma de la figura que armaban en el aire y además se notaba como intercambiaban de posición en la formación y se iban turnando para estar en el vértice de la figura.
Mientras el niño se deleitaba con los cambios de formación de las bandadas el abuelo le explicaba que cuando el ave que iba delante se cansaba, ya que era la que rompía la resistencia del aire, daba el paso a otra que no lo estaba; le decía que esto es lo mismo que habían observado días atrás en una carrera de ciclistas, en la cual cada equipo hacía lo mismo que las aves, es decir intercambiaban posiciones para obtener los mismos efectos que aquellas y no cansarse uno solo. Además el abuelo explicaba a Nachopé el porqué de las migraciones de las aves, siempre alejándose del invierno y como éstas sabían cuando debían hacerlo y cuáles eran las rutas a seguir y de las enormes distancias que debían recorrer, muchas veces de miles de kilómetros; por ejemplo: desde La Patagonia, donde ellos vivían, hasta países tan lejanos como Estados Unidos y Canadá.
También le explicaba que algunas especies vuelan bajo y otras alto, que algunas van descansando y comiendo de noche y volando de día, otras lo hacen al revés, es decir comiendo y descansando en el día y volando de noche; en cambio otras, vuelan de un punto a otro sin detenerse a comer ni a descansar, aunque este vuelo dure varios días; pero siempre van a llegar a su destino y cuando su reloj y el clima les dé un aviso emprenden de nuevo el vuelo, invirtiendo el camino recorrido y así desde siempre, y para siempre volando y volando de sur a norte, de norte a sur, acercando los puntos cardinales y avivando en todos aquellos que observamos su vuelo: nuestro eterno sueño de volar.
Una bandada de avutardas, en esos momentos, realizaba sus cambios de formación a una altura en que era muy fácil distinguir cada una de ellas. Nachopé que las observaba con gran atención; mientras sostenía en sus manos el ovillo de hilo que lo unía al barrilete, que en ese momento estaba muy cerca de la bandada, mirando al anciano le dice:
—Abuelito, me gustaría tener alas y volar con ellas para conocer el mundo.
El abuelo sonríe, levanta el ala de su sombrero y se dispone a contarle a su nieto la leyenda de Ícaro…de repente el viento, que hasta esos momentos era una brisa suave, comienza a soplar con mayor intensidad aumentando la tensión que ejerce el barrilete sobre el hilo que lo sostiene….
Nachopé no quiere que el viento se lo arrebate y envuelve el grueso hilo, apropiado para el viento y el tamaño del barrilete, en su cintura dándole varias vueltas y anudándolo firmemente. Mientras que con sus manos trata de recoger hilo, grita pidiéndole ayuda al abuelo; éste corre tras su sombrero que el viento le arrebató y no escucha el pedido de ayuda del nieto que hace desesperados esfuerzos para sostener su barrilete. La polvareda que levanta la ventisca dificulta la visión y mientras Nachopé lucha con la fuerza del viento para rescatar su cometa, el abuelo se pierde en la nube de polvo tratando de dar alcance a su sombrero.
El viento arrecia con ímpetu de huracán impulsando al barrilete, que cada vez tira más fuerte y arrastra con fuerza a Nachopé. Parece que el hilo también se enredó en las alas y las patas de las avutardas que, hasta hace pocos momentos, ellos observaban. Nachopé comienza a correr sin poder frenar en su carrera. Mientras corre, llamando al abuelo, trata de soltarse del hilo; pero no puede deshacer los nudos y tampoco cortarlo, ya que es demasiado firme para hacerlo de un tirón. Tropieza, avanza dando tumbos, siente golpes en las piernas, los brazos, se cae una y otra vez, siente un fuerte golpe en la cabeza….el hilo se cortó, el barrilete se eleva y se pierde, allá lejos, en la polvareda, igual que el sombrero del abuelo…
Nachopé está en el aire, no siente dolor a pesar de todos los golpes y magulladuras; el viento azota su cara pero no la arenisca que este levanta; la fuerte brisa no le permite abrir los ojos, escucha algo así como un aletear a su alrededor, no tiene frío, está como envuelto en plumas, como si tuviera sobre sí ese cobertor de plumas de ganso con el que su mamá lo abriga, en las frías noches de invierno. Piensa en su abuelo corriendo tras el viejo sombrero, en el barrilete que el viento le arrebató, en la bandada de avutardas que en formación geométrica cruzaba el cielo y que junto al padre de su padre observaban cuando el viento arreció, mientras tanto el ruido de alas batiendo en el aire continúa resonando en sus oídos, cada vez con más intensidad.
Poco a poco, haciendo un esfuerzo, abre los ojos y mira: ¿Qué es lo que ve? Ve plumas y más plumas, alas y más alas, plumas y alas y él, al medio, dejándose llevar.
Sorpresa ¿Qué pasó? Mira hacia arriba y ve el cielo azul sin ninguna nube y el sol radiante de media tarde. Mira hacia abajo y: ¡OH que maravilla! La tierra desde la altura. Con sus pocos conocimientos de matemáticas calcula que debe estar más o menos a unos dos, tres, cuatro, o cinco mil metros. Se da cuenta que va moviendo sus brazos en forma acompasada igual que el resto de la bandada de avutardas, de la cual forma parte, poco a poco se da cuenta de que sus brazos se transformaron en alas y su cuerpo está completamente cubierto de plumas. Es parte de un grupo donde vuelan al parecer los pichones, ya que son más pequeños y parece que los fueran cuidando las más grandes. Comienza a mirar hacia todos lados tratando de ubicarse, divisa un gran grupo de personas en el potrero donde estaba con su abuelo remontando el barrilete hasta que comenzó a soplar el fuerte viento, se ve también las casas del pequeño pueblo, que de a poco se van achicando y quedando atrás. Se entretiene mirando el paisaje maravilloso que se puede observar desde la altura: Un río, caminos, cerros, matorrales, ovejas muchas ovejas y también otras bandadas de pájaros que vuelan en la misma dirección que la suya.
Una avutarda grande se acerca a él y los pichones a darles lecciones de vuelo, enseñándoles cuando deben batir las alas y cuando planear, también que nunca deben abandonar la formación y siempre seguir a los mayores. Aquí se dio cuenta cabal de lo que observaba desde tierra con el abuelo, es decir cómo se turnaban las aves grandes para ocupar el primer puesto en la fila o la figura geométrica que formaban al volar; se dio cuenta de que esta figura cambiaba según era la resistencia o la dirección del viento, según la fuerza de éste y dependiendo además de otra variable que eran las corrientes térmicas, que son como ríos en el aire y que permiten aprovecharlas para volar y desplazarse con mayor facilidad.
Después de volar toda la tarde avistaron otro pueblo y dos inmensos espejos de agua, entre ellos muchos campos sembrados y muchos árboles. La bandada aterrizó en una gran explanada, donde parece que hacía muy poco habían cosechado, por lo tanto quedaban muchos granos que era bueno aprovechar para reponer fuerzas.
Cuando los pichones hubieron comido a destajo, jugaron y corrieron, las aves de mayor edad los reunieron para enseñarles técnicas de vuelo y cuidados que debían tener al volar por lugares poblados.
Por ejemplo: Tener cuidado con los cables de alta tensión; alejarse de los aviones; no cruzarse a los automóviles cuando descendían cerca de carreteras. Además fijarse bien en lo que comían, ya que muchas cosas que desechaba o tiraba el ser humano, que eran atractivas y hasta sabrosas, podían ser nocivas para la salud de las aves.
Nachopé convertido en uno más de los pichones escuchaba con gran atención todas estas recomendaciones, en la misma forma que escuchaba a su abuelo, cuando éste le enseñaba sobre las cosas de la vida y le contaba sus vivencias.
Esa noche soñó con su casa, su papá, su mamá, sus hermanos, su maestra, sus amigos del cuarto grado y con su abuelo. Soñó que éste estaba a su lado admirando y acariciando sus alas, y soñó que el abuelo, al parecer, soñaba que también quería tener alas. En el sueño escucho la voz clara y serena, de aquel viejo, que le decía:
—Vuela pequeño mío, aprovecha tus alas y vuela tan alto como puedas. No dejes que alguien te las corte, ni permitas que nadie las amarre. Yo quise tener alas y volar, nunca pude. Tu padre quiso tener alas y volar, nunca lo dejé. Tú las tienes pequeño, por lo tanto, vuela, vuela, busca y alcanza la libertad…
Al otro día temprano la bandada alzó el vuelo siempre con el rumbo puesto hacia el norte. Pronto divisaron otras bandadas que seguían el mismo rumbo, quizás no el mismo destino. Varios días de vuelo y sus paradas nocturnas se sucedieron. Nachopé aprendió rápidamente todo lo que debía para ser un experto volador y ya ocupaba puestos más avanzados en la formación e incluso era el líder de un grupo de pichones.
Lo que más entretenía a Nachopé eran los paisajes que sobrevolaban, ríos, cerros, quebradas, lomajes y llanuras sembradas y cuando las corrientes y los vientos los llevaban a gran altura divisaba a su derecha un mar inmenso, brillante y azul y a su izquierda una larga cordillera cubierta de nieve en la cual destacaban altos picos y volcanes.
En algún momento tuvieron que prolongar la estadía de descanso por dos, tres o cuatro días, ya que el esfuerzo había hecho mella en los más jóvenes y en los más viejos.
Otro día, lo perdieron, buscando a varias avutardas que se habían distanciado en el vuelo y habían tomado un rumbo equivocado, al atardecer las lograron ubicar y reincorporarlas a la bandada.
Tres días estuvo detenida la bandada en un paraje agreste y con poca comida, fueron tres días de tristeza y de dolor. Varios pichones, haciendo caso omiso de las recomendaciones de los mayores cuando comenzó la travesía; al divisar una línea eléctrica de alta tensión tendida entre los cerros, se lanzaron en picada, desafiándose entre ellos, a pasar en atrevido vuelo por entre los cables tensados y cargados de electricidad, entre altas torres de metal. Cuando la bandada se dio cuenta de esta mortal maniobra comenzaron a graznar para llamarles la atención y hacerlos desistir de su arriesgada maniobra. Los pichones no escucharon los llamados de sus mayores, ya que el graznido de las avutardas por naturaleza es débil; ni tampoco escucharon los avisos, que sí suenan fuerte como bocina de camión, de una bandada de bandurrias, que en esos momentos volaba cerca de ellos. Siguieron volando en picada, como escuadrilla de aviones caza en las películas de guerra; no pudieron vencer la barrera de los cables, allí quedaron atrapados y destrozados. Fueron tres días en que la bandada ni siquiera comió y solo observaba a dos avutardas que sobrevolaban continuamente el lugar de la tragedia y espantaban a las aves de rapiña que osaban acercarse.
Al ver esta escena, Nachopé pensaba en la importancia de escuchar y tener en cuenta las recomendaciones y enseñanzas de sus padres, sus maestros y su abuelo, al cual recordaba persiguiendo su sombrero.
Otra situación que detuvo el vuelo por un par de días y llamó mucho la atención de Nachopé fue la siguiente:
Una mañana cuando se aprestaban a reemprender el vuelo, una avutarda, grande, pesada y vieja no quiso elevarse; más bien no podía, se veía muy cansada y con su mirada perdida; prácticamente no podía batir sus débiles alas, cubiertas de plumas marchitas.
Los jefes de la bandada decidieron esperar a que aquella avutarda descansara y se repusiera. Pasaron dos días, la vieja ave no se reponía y trataba de convencerlos para que emprendieran el vuelo sin ella, puesto que iba a ser solamente un estorbo, que la dejaran sola, que ella se las arreglaría para pasar el invierno, que no se preocuparan. Las demás avutardas no la escuchaban, es más, ya habían ideado una forma de ayudarla en el vuelo para llevarla con ellas: la bandada volaría más lento y se turnarían en grupo de a cuatro para ayudarla a batir las cansadas y marchitas alas, y así lo harían hasta llegar al lugar de destino.
Apenas amaneció todas se prepararon para reiniciar el viaje en la forma planeada. Pero la vieja avutarda no estaba, la llamaron por largo rato, pequeños grupos salieron en todas direcciones, a buscarla, realizando vuelos rasantes y escudriñando con ojos avizores todos los rincones de aquella pradera. Poco a poco comenzaron a volver los grupos buscadores, ninguno la encontró. La bandada, sin emitir ni siquiera un débil graznido y como obedeciendo a una silenciosa orden volvió a emprender el vuelo rumbo al norte. Nachopé miró el horizonte a sus espaldas y visualizó a su abuelo cubriéndose los ojos, del viento patagónico, con el ala marchita de su viejo chambergo.
Varios días más de vuelo, después de haber sobrevolado varios ríos, lagunas, ciudades, pueblos, lomas y cañadones llegaron a un lugar de extensas llanuras y verdes praderas, donde pastaban miles y miles de reses; allá en La Patagonia eran ovejas y corderos, acá en La Pampa eran vacas y terneros. Muchos pastizales, muchos rastrojos de cosechas abundantes, riachuelos y lagunas, muchas semillas y muchas lombrices, lluvias cálidas, clima templado. Lugar ideal para pasar el invierno y para que los pichones nacidos en La Patagonia puedan desarrollarse y alcanzar su mayoría de edad. Siempre cuidándose, como le habían enseñado sus mayores, de las líneas eléctricas, de los aviones, de los autos en las carreteras, de los cazadores que buscan alimento y de aquellos que cazan solo por cazar. Y además tener cuidado, pero mucho cuidado, con el hilo de aquellos barriletes, cometas, volantines, birlochas o papalotes que los niños elevan en todas las latitudes del mundo.
Varios meses pasaron, el alimento no faltaba, el arado roturaba la tierra y miles de lombrices y gusanillos eran la delicia, sobre todo de los jóvenes. Pero los mayores sentían ya otras necesidades, por ejemplo: disfrutar de los brotes silvestres de primavera; de las lagunas formadas en el invierno y que por esa época pierden su costra de escarcha; de la estepa que despierta, plena de vida, cuando se disuelve el manto de nieve; de la libertad y amplitud del cielo patagónico y de la necesidad biológica de empollar su descendencia para que siga surcando y dibujando los cielos de la tierra. Por ello era inminente emprender el vuelo, ahora tomando como referencia y derrotero la Cruz del Sur.
Para las avutardas continuar con su ciclo periódico e irreversible; para Nachopé, volver a su casa, sus raíces, sus paisajes y su viento…
Ha transcurrido el otoño y el invierno. Nachopé abre los ojos y allí están todos: su madre, sus hermanos, su maestra del cuarto grado, sus amigos, y su abuelo, que en ese momento levantando el ala de su ajado sombrero y con una amplia y cómplice sonrisa saluda a su nieto regalón que está en su cama abrigado por el cobertor de plumas que le confeccionó su madre, la cual se encuentra a su lado sentada en la cama prodigándole su cariño.
Mientras su padre, en la puerta de la casa despide efusivamente y agradecido, al doctor que ha venido a realizar su visita periódica. Visita que realiza desde aquel día, que Nachopé quedó inconsciente, hace ya como seis meses, cuando elevando un barrilete junto a su abuelo, el viento lo arrastró y lo hizo tropezar, caer y golpearse fuertemente en una gran piedra que se interpuso en su alocada carrera.
A ambos les llama la atención y se sorprenden al ver una gran bandada de avutardas que se ha posado en el patio de la casa, el techo y la calle, además de otras bandadas que sobrevuelan el pueblo en aquella primaveral mañana de septiembre, formando cientos de figuras en movimiento, que más parecen: bandadas de barriletes.
Incluido en libro: Cuentos al viento
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