El agua fría cayó sobre su espalda; no pudo evitar un resoplo de placer y dolor. Con el baño se fueron los hilachos del sueño. La mañana no se desperezaba, el resplandor de la luna daba trapecios de luz a la recámara de su madre. Le dejó un desayuno frugal, la intención de un beso y un recado. Contempló el patio. Con la mirada perfiló la alborada. Se vio jugando con sus hermanos mientras su madre daba de comer al cerdo.
Se fue. Sólo se llevó la esperanza. Habían pasado dos años y la madre seguía puntual con la manutención de la prole, pidiéndole a la virgen por el hijo ausente y llevándole, cada quince días, una veladora al templo. Esgrimiendo el jabón, golpeaba tallando la ropa con furia como si pudiera así fragmentar la tristeza, aunque sólo conseguía erizar el dolor; quería sacarlo del recuerdo, mas no lo lograba y seguía lavando a pesar del desaliento, mojando de lloros la manga de su camisa. En la noche, rendida, lo soñaba.
Una mañana, al despertar, encontró sobre la rústica mesita –al lado del rosario - su taza con leche y una nota. Supo que él estaba ahí, que había vuelto cobijado por la oscuridad de la madrugada, y fluyeron sus lágrimas formando un regato por donde corría el dolor de dos años. Sus ruegos no habían sido en vano.
El cansancio lloviznó sobre su alma, y la piel se le tornó luminosa. El sueño comenzó a abastecerla; tanto, que no pudo abrir los ojos, pero eso ya no le importó.
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