AMAMANTAMIENTOS
¡Mi abuela sí que era una mujer de verdad!, era como una cometa loca las tardes de rojos y ventosos atardeceres, nunca paraba, en aquellos tiempos ya padecía de estrés, y eso que no se había inventado.
Crió a 5 hijos y amamantó a otro más al que la guerra había privado de una madre, decía ufana que daba de mamar a su hijo, al mediopensionista y aún le salía un chorro de leche que llegaba a la pared, lo decía orgullosa, y pienso yo, si no sería por congraciarse con el abuelo que a menudo le reprochaba con temor, el que su generosidad le impidiera criar a su único hijo varón.
Siempre se les ha llamado “amas de cría”, a veces estaban remuneradas , no era el caso de mi abuela que lo hizo por compasión y porque había que hacerlo…
Contaba, no a mí, porque era pequeña y tenía pocas entendederas (o eso era lo que ella se pensaba, pues a pesar de “tener el diablo metido en el cuerpo” que decía el yayo, oía todo lo que decía y lo dejaba apuntadito en mi memoria), pues bien, contaba que cuando debían desplazarse a la ciudad más importante por algún asunto principal, debían salir a primera hora de la mañana en caballerías, incluso de noche, y cuando llegaban a la ciudad sus pechos emanaban fuentes de leche pidiendo un alivio en forma de bebé chupón, y tanto ella como cualquier mujer que se encontrara en semejantes circunstancias, acudían desesperadas a amamantar a los huérfanos de la inclusa… pobrecitos, cualquier teta les debía de parecer gloria, al cabo de otras tantas horas y antes del regreso a casa, volvían a repetir dando su líquido vital a cualquier criatura que tuviera a bien saborearla. Los bebés propios, a su vez, eran amamantados por cualquier vecina de cría
Es muy curioso esto del amamantamiento, alguien me contó cuando sufrí de mastitis, que en aquellos tiempos que relato, una recién parida del pueblo “reventó a cuatro gatitos”, yo no entendí la expresión y terminaron explicándome la anécdota , y es que, cuando no existía la penicilina o antibióticos para limpiar la pus del pecho maternal infectado, amamantaban a gatitos recién nacidos y los pobrecitos, al succionar vaciaban y limpiaban la mama pero morían, con su sacrificio permitían que sobreviviera la madre. Este, claro está, no era el caso de mi abuela como he dicho. Mi madre, en cambio, no pudo darme el pecho y fui de las pocas criaturas a la que alimentaron con leche en polvo, Pelargón, traído de Suiza, ¡que desperdicio! decía mi abuela contando ufana sus anécdotas. Yo no tuve que ir tan lejos porque las farmacias los dispensaban con normalidad, tampoco pude amamantar a mi hija.
¡Mi abuela sí que era una mujer de verdad!
Metía las manos en el fuego y no se quemaba, yo lo intentaba despacito y apenas llegaba a la mitad del camino; Ella decidida, metía los dedos en la sartén con total normalidad, y a lo mucho y solo de vez en cuando, decía ¡sape! Y se acercaba el dedo a la boca para enseguida continuar con ellos en el fuego, y… hacía tortillas de sal y de azúcar….
¡Mi abuela sí que era una mujer de verdad!
También era capaz de matar conejos de un golpe seco con la mano en la nuca, o retorcer el cuello de una gallina revoloteando alrededor un millar de plumas que a ella no le despistaba ni asustaban como a mí, pues nunca dejaba de apretar al animal, y todo ello sin mover un músculo de la cara. Tal era su serenidad frente a la vida y la muerte, que en la matanza del cerdo, clavaban un cuchillo en la yugular del cochino que gritaba desesperadamente, y ella afanosamente acercaba la terriza recogiendo la sangre que manaba a borbotones, removiendo el liquido vital con las manos huesudas, muy rápidamente para que la sangre no se coagulara, y continuaba sin un gesto expresivo, solo afanosa a la tarea…
¡ Mi abuela sí que era una mujer de verdad!
Por las noches calentaba mi cama con un calentador de brasas y planchada con una plancha alimentada con el mismo material, y tampoco se quemaba…
Y hacia unos cocidos que resucitaban a los muertos…
E iba al rosario a diario..
Y se tejía una trenza que anudaba a modo de moño ribeteado con una o varias peinetas…
Y me dejaba el abanico en la iglesia para que me callara..
Y cuando tosía en la cama se levantaba a traerme un vaso de leche…
Murió hace… mil años, me acompaña a diario.
¡Mi abuela sí que era una mujer de verdad!
(A mi querida yaya Emilia que de tanto llamarla decía que le iba a borrar el nombre.)
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