Juramento Hipocrático
Sala de guardia en el Hospital Central, eran las 3 de la mañana en una calurosa noche de verano. Un martes con la consabida parsimonia nada comparable a las locuras de los fines de semana.
-Urgencias
-Con el cirujano Eduardo Quinteros por favor
-Ya lo comunico
Eduardo era una de esas personas de sueño pesado, podía caerse el mundo pero seguía durmiendo plácidamente. Solo lo alteraba cuando alguien mencionaba la frase “hay donante”
-¡Hay donante!
De un salto abandonó a Morfeo, saltó de la cama al tiempo que sostenía el teléfono que le alcanzaba Laura.
Tanto Laura como Cecilia eran sus asistentes en casi todas las intervenciones quirúrgicas referidas a la ablación de órganos.
Formaban parte del equipo de trasplantes del nosocomio, con demasiadas intervenciones como para el asombro, aunque siempre conservaban la actitud y el profesionalismo del primer día.
Los esperaba siempre un equipo de valijas, utensilios y demás elementos perfectamente acondicionados junto con la hermética y esterilizada conservadora en el que trasladarían las tan ansiadas vísceras.
-Buenas noches, el doctor Quinteros al habla
-Doctor, tenemos un donante, con muerte cerebral, 31 años, víctima en una pelea de bandas en las afueras de Guadalupe.
-¿Es donante?
-No tiene identificación alguna, ningún allegado se ha acercado a reconocerlo, nadie que sepa de su vida.
-¿Es donante?- insistía el cirujano-No me confirma su situación
-Creemos que reúne las condiciones para la ablación
-¡No entiende lo que le digo!; el creer déjelo para la iglesia. ¡Necesito certezas!
-Mire doctor, el donante está con respirador a la espera de Uds., si no concurren su cuerpo irá a la morgue y muy probablemente lo destinen a las prácticas quirúrgicas.
Por un momento recordó su juramento Hipocrático: “Desempeñaré mi arte con conciencia y dignidad. La salud y la vida del enfermo serán las primeras de mis preocupaciones”.
-¿Hola?, ¿sigue allí?
En el aeropuerto local un avión sanitario los esperaba para el traslado a la ciudad de Guadalupe, distante 700 kilómetros del hospital.
Era la primera vez que cuestionaba a su interlocutor. Su responsabilidad se limitaba a su práctica quirúrgica, los protocolos médicos que indicaban la condición de donante no pasaba por sus manos.
-¡Hola, me escucha!-resoplaba el teléfono.
Sabía que un acaudalado empresario se encontraba primero en la lista de pacientes a la espera de un corazón.
Era el mismo con que el desdichado había pasados su últimos momentos de vida.
La ambulancia aguardaba ansiosa a los profesionales dispuesta a salir hacia el aeropuerto, una tensión que se acrecentaba a medida que pasaban los minutos.
Fue en ese momento en que Cecilia tomó el aparato y respondió:
-Vamos hacia allá, en lacónica respuesta.
Sentado en una camilla, Eduardo observaba el espectáculo, como quien usurpa un espacio que no le pertenecía.
-¡Vamos Eduardo, que esperas!
El recuerdo de una infancia tormentosa, llena de atropellos y agresiones, un padre violento y la proverbial intervención de un tío que los rescató del infierno.
Pudo haber sido aquel vagabundo, aquel que con sus despojos iba a salvar la vida del magnate.
Le vino de nuevo a la memoria otro párrafo de su juramento: “No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase”.
-¡Que esperan!, a salvar vidas, que para eso nos capacitamos.-Fue la arenga de Eduardo al entrar en la ambulancia.
OTREBLA
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