A veces me pregunto, ¿Qué otro nombre debería darte para que fueses sólo mío?, y en una temerosa dilación, quedo a la espera de esa respuesta que no llega. Salto de la esfera de tu piel a tu elocuencia que se enreda con mi amor, agazapado y manso, para volver a ser la niña que te espera en una acera bajo una nube de nostalgias, mientras siento que tu nombre es esa misma espada que atraviesa mis sentidos, longitudinal y eterna. Hechizada, me reflejo en las pupilas que rondan insistentes estos ojos, para estrellarme con la realidad de ser y no tu única mujer. Y me entrego nuevamente a la debilidad de amarte, bajo el argumento de ser la musa que late paralela entre tus labios. Te amo en un sentimiento que abraza lo sublime, enalteciendo cada instante que mis ojos te develan, bajo este cosmos de emociones flotando dentro de mi vientre y lo profundo de tus miedos, como una coraza púrpura que se mezcla con la sangre. Soy tuya cercana o distante, estallando en la silueta de tus manos que confluye bajo este mismo rostro; tuya, alborotada entre la risa, como una escarcha de recuerdos que se desatan en el alma; tuya, entera, reflejada en ese espejo de tu vida, que es también la mía; tuya, sedienta y ansiosa, como un eco que desgranas en la fruta de mis pechos; tuya, deidad entre las sombras que nos hacen singular, desechando el sabor de los plurales; disfrutando o padeciendo la memoria de unos ojos tristes, conformada en otra voz que danza con tu piel, lamiendo las heridas que renacen y te hieren, bajo el soplo milagroso de los días.
Ana Cecilia.
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