Fuimos increíbles seres desbarrancados en el acierto mismo de la realidad mundana. Nada más, nada menos. Te vi, me viste, vivimos y fallecimos. Danzamos como dos criaturas extrañas cazándose mutuamente las colas polvorientas de arena y sal. Animales sin predador aparente, libres de los demás, pero no el uno del otro.

Miramos al cielo buscando un lugar donde dejarnos caer después de saltar de los árboles que acompañaban nuestros otoños llenos de crujientes serpientes camufladas entre el pasto y el cemento de las veredas de la ciudad de cristal donde el reflejo de tu cara no hacía nada más que hacerme pestañear.

Dicen que debí haberte amado por largo tiempo.

Hoy mis días cesan esperando el momento en que tus manos recojan el cuerpo que dejo atrás al entrar en este túnel astral que me llevará al descanso eterno del cual deseo despertar: Despertar y verte con el fin de renacer para volver a correr en la savanna de nuestra juventud trascendental, en los oasis de nuestra memoria lúgubre, en los glaciares de lágrimas llenas de afecto y en las más cálidas sonrisas de tus dunas infinitas, llenas de viento y roca.

Te veo correr a lo lejos con esas manchas que se repiten en tu piel y pelaje. Intrépida bestia jadeante y veloz, me rindo a ti y disfruto de tu mordida en mi ahora magullada yugular.

Cierro los ojos.
Siento el pulso en mis retinas estériles.
Mis pies dejan el suelo y me veo colgando en tu boca.
Fuiste mejor que yo.