•Para Ezequiel
Había mirado sus ojos a menudo, casi desde que me adentré en esta vida, llena de mangares y de podredumbres, me había mojado las manos con el flujo penetrante de sus palabras, algo disueltas por tanta corrupción.
Igualmente seguí buscándole alas a sus pensamientos, yo sin motivos necesitaba verlo feliz aunque a tientas me impulsara la lástima, lástima de su inacción, de vivir en esta vida como de paso y sin sentido.
¡Claro!, ¿qué sentidos podría encontrarle a esos días, que acontecieron a su muerte? Si necesitaba morir más que vivir, maldito e ignorante muchachito, qué poco valoraste la savia de esta irremediable existencia, irremediable como tu tristeza y tu superficialidad.
Y sí, me dabas lástima, amarte ya no pude si sólo sabias lastimar y echar la culpa de tus errores.
La gente, la gente nunca se hizo cargo de las demás gentes, ¡cuánta indiferencia, cuánta desesperación de ser escuchada!, de que me comprendieras sin que le dieras otro significado a mis palabras.
Una mañana,
un pálido sol,
una neblina espesa
y colillas de cigarrillos amontonados
metidos a presión en el vaso de plástico,
esa maña que tenías de desordenarlo todo,
de poner patas para arriba mi mundo;
esa mañana y una cita con la muerte
en las alcantarillas del pasado.
Tenías intenciones de morir pero valor a suicidarte te faltaba, cobarde imperdonable, había que pedirle un favor a la oscura huésped para que te tragara. Esa extraña huésped, que sin darse a conocer vive a escondidas en nosotros, esperando el momento oportuno para salir al ataque de los cobardes andantes, ¡como vos!.
Estabas arruinando todo lo que habías amado, estabas poniendo en juego mi paciencia, mi cariño hacía vos (que dudo que te haya importado alguna vez), sí sólo pensabas en irte a las repulsivas tierras de esa inercia, repleta de semblantes falsos.
Los óbolos que ornamentaban tu infante corazón se habían hecho parte de mis hábitos, vos eras ese horrendo estímulo que necesitaba para descargar todo el amor acumulado, ese amor que yacía cautivo en el armario.
¡Pero basta!, ya te has ido como querías, de nada puedes quejarte, tal vez al escribirte esto, que sólo es "esto", que ya no es nada, quise despedirme de vos pero ya ni sé argumentar sobre los sentimientos que me impulsaron a desandar tu recuerdo. Yo no quería perderte pero no hay garantías ni cátedras de la vida y el amor está determinado como un bien heredado. Dudo que de dónde estés lo valores, es más, tal vez estés riéndote de mí, riendo a carcajadas porque la que se quedó fui yo mientras vos te liberaste, ¿de qué? no sé, nunca me lo dijiste, porque decías que eran cosas tuyas y que a mí no me importaba, pues dudo que vos supieras el significado de la importancia.
También, en esos turbios años, dudé en dejarte pero sin embargo, te fuiste vos primero, dejándome a medias con un pedazo de vida y otro en espera, en espera de noches inconexas y blancas, como tu rostro, ¡tu entrañable rostro!, de niño triste y sin prisas (cuando reías), ese semblante tuyo que se aferró a mis noches para arrebatarme la parsimonia.
Me pone cruel recordar la escasa bondad que habitaba en tus precoces años, en la gravedad de tu voz y el alma... alma que marchitó y envejeció por falta de cuidados y de precisión interna para sostenerla.
Ya te has ido, deberé cargar con el amor que se me quedó trabado entre los huesos, ahora ya fríos éstos, deberé callar las palabras guardadas para ti, deberá brotar de mis labios el silencio, deberé, deberé y deberé y ...
¿Acaso vos, qué debiste hacer por mí?
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